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miércoles, 28 de mayo de 2014

Lisboa



 En la vida hay ciertos lugares que tienen para nosotros un carácter meramente instrumental. Son lugares que recordamos solo porque en ellos ocurrió tal o cual cosa, pero que carecen de importancia por sí mismos, pues cualquier otra ubicación podría igualmente haber sido el escenario de esos acontecimientos, y tal cambio de escenario no habría afectado al resultado: aquella ciudad en que probé comida oriental por primera vez, el hotel donde dejé olvidado aquellos gemelos que me regalaste, el restaurante en el que te hiciste una carrera en las medias justo el día en que te iba a presentar a mi jefe…
 Por el contrario, existen también lugares dotados de algo especial, de una carga emotiva peculiar y única, de un alma, que hace que en ellos, y sólo en ellos, pudiera ocurrir lo que ocurrió, que solo en ellos podamos imaginar sentir lo que sentimos.
Son, en definitiva, lugares que han quedado asociados en nuestra memoria a experiencias, emociones, o estados de ánimo únicos, lugares vinculados para siempre a nuestra biografía y nuestra forma de ser.

Y de entre los lugares que para mí pertenecen a esa categoría, la de los lugares con alma, Lisboa ocupa un lugar de privilegio. Y es que, desde que puedo recordar, Lisboa ha sido para mí el compendio de imágenes, sensaciones, y emociones que no podría si quiera imaginar haber experimentado en ningún otro sitio.

Lisboa es el recuerdo lejano de un imperio ultramarino decorado con astrolabios y maromas, es la luz blanca que maquilla las fechadas ajadas y hace brillar la calçada portuguesa como si fuera mármol, es el Tajo hecho mar interior, es la Praça do Imperio con la Torre de Belem a un lado y os Jerónimos al otro, es bacalhau à Brás y una botella de vino blanco de Terra do Sado, es el Museo Nacional del Azulejo y el Palacio del Marqués da Fronteira, es contemplar el atardecer desde el barco que va a Cacilhas, es escuchar mentalmente Grândola, Vila Morena en Largo do Carmo e imaginar a los oficiales de la PIDE rindiéndose, es Fado en cada rincón de Alfama, es  el Capitán Salgueiro Maia al mando de una columna de blindados detenida ante un semáforo en rojo el 25 de abril del 74, es recrearse en la vida que pudo ser y no fue allá por 1998, es interrumpir una reunión de trabajo para hablar por teléfono con una niña de 5 años, es el sabor del mango y la papaya traídos de África, es la discreción tranquila del portugués medio como forma de andar por el mundo, es la añoranza permanente, es escaparse a Carcavelos o a Sesimbra para cenar pescado y ver el mar, es el recuerdo y el futuro que pudo ser y no fue, es el fracaso, es el cariño perdido y añorado, es dos vuelos semanales durante dos años y medio, es soñar con unos ojos castaños y una piel clara que nunca llegaron... 

 
Y, sin embargo, volvería con gusto a repetir una y mil cien veces cada segundo vivido, soñado o añorado en Lisboa.

    

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