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martes, 30 de enero de 2018

El acuerdo imposible sobre Cataluña




Según avanza el año estamos asistiendo de nuevo al resurgir de la cuestión catalana como el gran reto para la democracia española como la conocemos.

Tras el emponzoñamiento del problema en los últimos años una vez que el catalanismo político se decidió a salir políticamente del armario y mostrarse como la fuerza radical secesionista y antiespañola que siempre fue, 2017 colocó a la mayoría de los españoles ante al espejo de nuestro fracaso como nación, y nos hizo experimentar, acaso por primera vez en cuarenta años, el vértigo de la posibilidad real de que nuestro país pudiera saltar en pedazos.

Ante este desafío, por un momento pareció que el gobierno de la nación, con Mariano Rajoy a la cabeza, conseguía juntar el valor necesario que no habíamos encontrado en décadas para defender al Estado de Derecho y frenar el desafío independentista, y en ese contexto el Estado decidió el 27 de octubre de 2017 activar el artículo 155 de la Constitución Española, y por este medio cesar al gobierno sedicioso de la Generalidad y disolver el Parlamento de Cataluña.

Sin embargo, una vez tomada esa decisión por el Senado, en lo que parecía ser una demostración de fortaleza en la defensa de nuestro Ordenamiento Jurídico y nuestras Libertades, a Mariano Rajoy y al partido del gobierno le temblaron las piernas y optó por convocar inmediatamente elecciones al Parlamento de Cataluña para el 21 de diciembre de 2017.

De esta manera el Estado renunció a convertir la aplicación del 155 en una oportunidad para revertir décadas de excesos y deslealtades por parte de la Generalidad de Cataluña y de patrimonialización de las instituciones autonómicas catalanas por un nacionalismo sectario obsesionado con dinamitar la Nación Española, todo ello en connivencia con una izquierda en el papel de comparsa, que ha olvidado que el progresismo es ante todo la defensa de la igualdad, y que se ha echado en los brazos del secesionismo para llegar al poder a cualquier precio.

Lo que ha venido después es de sobra conocido: una falsa sensación de que el problema secesionista se había conjurado; políticos rompiendo el consenso constitucionalista a las primeras de cambio con tal de obtener rédito político en cualquier circunstancia; el golpismo catalanista disfrazándose con una falsa piel de cordero para intentar escapar de las consecuencias judiciales de su sedición; un gobierno de la nación renunciando a utilizar los mecanismos derivados del artículo 155 de la Constitución para empezar a revertir las cosas en Cataluña; el secesionismo ganando las elecciones del 21 de diciembre de 2017 y a continuación intentando ridiculizar al Estado con la elección de un prófugo de la Justicia como presidente de la Generalidad; y por último un gobierno que, aterrorizado por las previsibles consecuencias de su inacción, no ve otra salida que empujar al Tribunal Constitucional a caminar por el filo de la navaja y adoptar in extremis decisiones cuando menos cuestionables jurídicamente para evitar la entrada gloriosa de Carles Puigdemont en el Palacio de la Generalidad...

Y es que la memoria es débil y la esperanza de que los problemas se arreglan solo con desearlo nos hace concebir falsas esperanzas. Por eso la sociedad española se convenció a sí misma de que la mera invocación formal del artículo 155 de la Constitución supondría un punto y final para el embate secesionista y a partir de ahí el catalanismo radical secesionista y antiespañol se vendría abajo como un soufflé.

Pero sin embargo la realidad es tozuda y, ¿por qué no decirlo?, antipática, y se empeña en demostrarnos que los atajos en política casi nunca son una solución. Y es que una aplicación del 155 en Cataluña sin incluir la eliminación de los instrumentos del antiespañolismo secesionista incrustados en la maquinaria autonómica catalana no ha librado al gobierno del desgaste político que toda medida impopular supone y, además, ha resultado totalmente estéril, porque, al no extirpar de raíz los mecanismos de poder sectario del secesionismo, nos condena a un enquistamiento del problema secesionista y a una reedición de la crisis separatista en Cataluña a las primeras de cambio. Y eso precisamente es lo que está ocurriendo ahora.

Ya va siendo hora de que la opinión pública española (y sobre todo la autodenominada “progresista”) deje de soñar con un arreglo pactado para la crisis catalana, porque no existe una solución política posible al problema de Cataluña que pueda ser acordada entre los independentistas y el Estado. Y esto es así por una razón muy simple, porque lo único que en realidad quieren los independentistas es algo que pertenece al conjunto de los españoles, el poder:

“Y no hay en tal caso más remedio que arrebatarlo. Todas las coberturas ideológicas y las discusiones metafísicas que se puedan tener giran en torno a este punto esencial. Es muy entretenido el aparato mitológico e ideológico que segrega este tipo de situaciones por ambas partes, pero en líneas generales no contribuye más que a enturbiar el paisaje (...).

La dinámica del nacionalismo es perversa: o gana, e impone su criterio, eliminando la disidencia, o pierde, y entonces convierte la pérdida en ganancia, es decir, en agravio y excusa para la confrontación: perder para ganar.

El nacionalismo necesita siempre un enemigo, ya que no sabe construir en positivo, hacia arriba y hacia delante, sino hacia atrás y hacia abajo. Busca la fragmentación, ya que el control de lo pequeño es siempre más fácil que el de lo grande.” (*)

Asumámoslo de una vez, España solo tiene dos maneras posibles de salir de la crisis catalana: ganando o perdiendo. Y a nosotros nos corresponde decidir hasta dónde estamos dispuestos a llegar para que ocurra una cosa y no la otra.

El tiempo de las especulaciones y los escrúpulos de conciencia se ha terminado.




(*) Cita extraída de la PARTE II, Capítulo 5 del libro "IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA", de María Elvira Roca Barea.







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