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jueves, 20 de agosto de 2015

Descubriendo Rusia



Nuestro avión aterriza de madrugada en el aeropuerto de Domodédovo.

En el camino hacia Moscú, por la ventanilla del coche se divisan bosquecillos de abedules, y al verlos se me vienen a la memoria lecturas juveniles de literatura rusa en las que siempre aparecía un mujik, un campesino, que calzaba botas de corteza de abedul (¿pero cómo puede uno en realidad hacerse unas botas con la corteza de un árbol? Nunca lo entendí...).

Primer día en Rusia, y yo me paso el tiempo rastreando recuerdos de la época soviética, en cada edificio y en cada rincón, como si estuviera pagando un tributo al adolescente que creció viendo el rostro de Leónidas Brézhnev en los telediarios, el mismo que por alguna extraña razón siempre recordó que Mijaíl Suslov era el guardián de la ortodoxia comunista en la URSS (no, si ya de jovencito uno apuntaba maneras...).

Pero en realidad a las pocas horas de empezar a deambular por la ciudad uno percibe que la URSS y el comunismo son, para la mayoría, el recuerdo de un pasado lejano que ya casi han borrado de su memoria, cuando no, para los más jóvenes, la cantinela de la que a buen seguro habrán oído hablar una y mil veces a sus abuelos y a sus padres. Por el contrario, los nostálgicos de la Revolución y el Hombre Nuevo Socialista deben ser probablemente escasos, y me los imagino con el aspecto de náufragos añorando un paraíso perdido en medio de un océano consumista.

La sensación al pasear por Moscú es que el pueblo ruso, y sobre todo la gente joven, se ha vuelto furibundamente capitalista, adora la ostentación, y se ha imbuido de un espíritu impúdicamente exhibicionista (joyería comprada al peso, tacones de vértigo, motos ruidosas, coches de lujo los que pueden pagarlos, luces de colores por doquier...). Y para las mujeres jóvenes el canon estético consiste en tener un aspecto tan exuberante como sea posible para a continuación mostrarlo sin pudor alguno (vamos, que sus abuelos y abuelas hicieron una revolución y construyeron 70 años de socialismo científico propugnando la igualdad radical entre hombres y mujeres, y ahora las veinteañeras moscovitas van y se disfrazan de “Barbie casquivana"…).

También llama poderosamente la atención la cantidad de rostros no occidentales que pueden verse por la calle. Entre los que pasan por locales es alto el porcentaje de gente que parece ser de Asia Central, Caucásica, Tártara, e incluso Mongola. Y entre los foráneos es fácil identificar Chinos (muchos, muchísimos, por todas partes…), pero también Japoneses, Hindúes, Turcos, e incluso Iraníes (y es que los occidentales empezamos a estar en decadencia hasta en el turismo…).

Seguimos conociendo Moscú, y hoy toca visitar el Museo de la Batalla de Borodino. La Batalla de Borodino tuvo lugar durante la invasión napoleónica de Rusia a principios del siglo XIX, el 7 de septiembre de 1812; en ella lucharon los rusos de una parte y los franceses (más sus aliados italianos, prusianos y polacos) de otra. El resultado de la batalla fue incierto, pero el hecho es que acabó con la retirada del ejercito ruso, la toma de Moscú por el ejército francés, y la entrada de Napoleón en la ciudad. En consecuencia, en cualquier país normal Borodino se conmemoraría como una derrota (heroica, abnegada, admirable… pero derrota al fin y al cabo). Pero no en Rusia. En Rusia Borodino se conmemora como la victoria definitiva del pueblo ruso sobre el invasor francés… ¿Alguien me lo puede explicar? Es lo que tiene el nacionalismo...

Cuando uno recorre Moscú es muy frecuente encontrarse en cada esquina con recuerdos de la época soviética. Hay monumentos, placas conmemorativas, estatuas, lápidas, y hasta murales dedicados a todo tipo de motivos revolucionarios. Sin embargo hay un tema que se lleva la palma, y ese es Lenin. La memoria oficial de Vladímir Ilich Uliánov, conocido por el sobrenombre de "Lenin", en forma de efigie, silueta, mosaico, mural, o nombre oficial es prácticamente omnipresente en las calles de Moscú y del resto de Rusia. Así, en la ciudad hay estatuas de Lenin, placas conmemorativas de Lenin, bustos de Lenin, una avenida llamada Lenin, y hasta una gran biblioteca dedicada a Lenin, todo ello en memoria del insigne revolucionario que en 1917 lideró la Revolución de Octubre (que en realidad para Occidente estalló el 7 de noviembre... cosas de los calendarios), que dió lugar al nacimiento de la Unión Soviética. Y sin embargo estamos en un país, no lo olvidemos, que lleva décadas intentando borrar su pasado comunista, a pesar de lo cual Lenin sigue constituyendo un tabú y un mito imborrable. ¿Será quizá el tributo a pagar a cambio de mantener dormido y archivado en la memoria el verdadero recuerdo de la época socialista?

Al final de la mañana visitamos la Galería Tretiakov de Arte Moderno en Krymsky Val, frente al Parque Gorki. Al contrario que su hermana mayor la sede principal de la Galería Tretiakov, dedicada al Arte Clásico y Religioso (probablemente más del gusto de las autoridades actuales, y por tanto más cuidada por el dinero público), la Galería Tretiakov de Arte Moderno alberga, en un edificio de imponente estética funcional inequívocamente soviética, unos fondos que condensan de manera impresionante los últimos 100 años de la pintura y la escultura rusas: desde el impresionismo a las vanguardias, pasando por el más genuino realismo socialista. Y sin embargo el aspecto del museo es triste, desangelado, decadente. Uno diría que la nueva Rusia no tiene el coraje de clausurar la Galería Tretiakov de Arte Moderno por el escándalo internacional que se produciría, pero que alberga en secreto el deseo de que la institución muera de inanición y desaparezca, para que así no queden rastros de lo que una vez representó un hito en la vida cultural de la Unión Soviética.

Por la tarde vamos a Kolomenskoe, un gran parque en el extrarradio de Moscú a orillas del río Moscova, con praderas enormes, unos curiosos jardines frutales, restos de un palacio del siglo XIX, un precioso museo de construcciones de madera al aire libre, y una iglesia dedicada a la Virgen de Kazan. Para llegar a Kolomenskoe se toma el metro (rápido, eficiente y barato; estupendo el metro de Moscú…), después hay que andar unos quince minutos por un barrio de la segunda mitad del siglo XX (quízá impersonal, pero desde luego funcional y muy bien planificado…) y finalmente se traspasan las puertas de recinto. Es domingo y estamos en verano, así que cuando llegas allí te encuentras con un montón de gente pasando la tarde: familias con niños, jóvenes practicando deporte, parejas de novios, turistas, etc. Y ver todo aquello te reconcilia, aunque sea un poquito, con la condición humana; porque esa imagen te resulta tan familiar que perfectamente se podría estar produciendo en Madrid, en Sevilla o en Valencia; porque incluso te recuerda escenas similares que has visto otras veces en lugares tan alejados unos de otros como Bogotá, Johannesburgo o Isfahán.

Y es que hasta en Rusia, en este país sorprendente cuyo solo nombre aun se asocia en la imaginación de millones de ciudadanos occidentales a cosas tales como "guerra fría", "espionaje" o "telón de acero", todos los seres humanos nos terminamos pareciendo bastante los unos a los otros al hablar de las cosas importantes: cuando nos divertimos, cuando estamos en familia, cuando nos enamoramos, o cuando paseamos por un parque una tarde de verano.


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