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viernes, 28 de agosto de 2015

Europa ante la inmigración ilegal





Desde que el mundo es mundo, las personas no se han se han conformado con vivir para siempre en el lugar que les vio nacer, sino que, por el contrario, cada vez que sus condiciones de vida se han vuelto peligrosas, inseguras, o simplemente insatisfactorias, los hombres han tomado la decisión de abandonar su tierra y desplazarse a otro lugar en el que intentar labrarse un futuro mejor. Y a ese proceso lo hemos denominado "emigración"
.

La emigración ha constituido desde siempre un fenómeno consustancial al ser humano, sin el cual de hecho sería imposible explicar, no ya nuestra proliferación por toda la faz de la tierra, sino incluso nuestro propio proceso evolutivo como especie. Sin embargo, al igual que la propia la raza humana ha ido evolucionando a través de la historia, lo mismo ha ocurrido con nuestra capacidad para desplazarnos a otras tierras.
 
Si en un principio la existencia del hombre fue una realidad meramente individual o, como mucho, se desarrollaba en grupos familiares reducidos, paulatinamente nos fuimos integrando en entidades colectivas más y más grandes. Y en ese proceso nuestra vida fue alterándose, nuestro libre albedrío se vio limitado, y fuimos perdiendo cuotas de libertad individual, pero a la vez nuestras condiciones de vida mejoraron de forma exponencial. Y al tiempo que dejábamos de ser un mero individuo y nos transformábamos en miembros de una familia, de un clan, de una tribu, de una sociedad civil, y finalmente de un Estado, fuimos disponiendo de más recursos para combatir el hambre, la enfermedad y el sufrimiento, y de más herramientas para desarrollar nuestras capacidades y procurar la felicidad.
 
Y los cambios y factores que han afectado al ser humano a lo largo de la historia, haciéndonos pasar de individuo a ciudadano en unos pocos miles de años, también han transformado nuestra capacidad para abandonar nuestra tierra y desplazarnos a otra para buscar una vida mejor, de manera que también el fenómeno migratorio ha evolucionado radicalmente.
 
En un principio los hombres se movían con plena libertad y simplemente tomaban cuando querían la decisión de desplazarse, pero lo hacían por sus exclusivos medios, en distancias cortas (al otro lado de la colina, de un valle a otro, como mucho a la isla que se divisaba desde la costa…), y a su propio riesgo y ventura, por lo que siempre estaban expuestos a que otros humanos que ya ocupaban el lugar de destino los acogieran bien… o acaso muy mal, nunca se sabía.... De esta manera, unas veces los habitantes de las nuevas tierras eran amistosos con los que llegaban, pero otras los recibían con las armas en la mano, o solo estaban interesados en apropiarse de sus pertenencias y sus mujeres, o buscaban sin más practicar el canibalismo con los recién llegados, que de todo había…

Sin embargo, con el paso del tiempo las condiciones en las que se desarrollaba el fenómeno migratorio cambiaron, y la paulatina socialización de la especie humana también transformó a la emigración. Entonces el emigrante fue reconocido titular de derechos como consecuencia de su propia condición humana, y así actualmente existen principios, criterios y normas sobre cómo deben ser tratados los emigrantes y sobre cuáles son las obligaciones para con ellos que tienen las sociedades que los acogen. Hoy en día, por ejemplo, nadie concebiría que un emigrante no dispusiera, independientemente de en qué circunstancias emigre, de comida, un techo, o un mínimo de asistencia sanitaria, como tampoco nadie aceptaría que fuera discriminado o maltratado con menoscabo de su propia dignidad humana.
 
Pero igual que la visión del emigrante en las sociedades de acogida ha cambiado, también las capacidades del emigrante se ven ahora constreñidas por el hecho de que la emigración se haya convertido en un fenómeno social, colectivo, y, en consecuencia, también sometido a criterios, reglas y normas colectivas, pues eso y no otra cosa son las leyes que gobiernan nuestras sociedades, y que nos aplican tanto a nosotros en nuestra condición de ciudadanos como a los que emigran para buscar un futuro mejor en nuestras sociedades. Hoy en día disponemos de normas que establecen cómo vivir en común y qué esperar de la sociedad, pero que también definen cómo integrarse en ella y cómo acceder a los beneficios de pertenencia a la misma, a los derechos y obligaciones resultantes de vivir en sociedad.
 
Además, por el hecho de vivir en una comunidad articulada como sociedad y convertida en Estado, los hombres hemos hecho entrega a ese Estado del derecho a protegerse a sí mismo, que es tanto como protegernos a todos nosotros, de aquellos que vulneran las normas, y a ejercer legítimamente la coerción para imponer esas normas a todos, sin excepciones. Y ese derecho que hemos entregado al Estado se transforma automáticamente, por medio del pacto social, en una obligación de aplicar las normas que afecta a los servidores públicos, a aquellos de entre nosotros que han sido elegidos para servir a la colectividad, que deben inexcusablemente ser los primeros en respetar las normas, aplicarlas sin excepciones, y hacer que todos las cumplan, utilizando para ello si es preciso el monopolio legítimo de la fuerza coercitiva que los ciudadanos les hemos entregado.
 
Llegados a este punto, habrá quien piense que lo expuesto es de sobra conocido y aceptado por todos, y que no aporta nada recordarlo ahora aquí. Sin embargo, si consideramos algunas de las noticias aparecidas en nuestros medios de comunicación en los últimos meses, quizá nos planteemos que estas reflexiones pueden ser útiles para entender los acontecimientos que se vienen produciendo en Europa de un tiempo a esta parte y, sobre todo, para valorar cómo gestionarlos.
 
Y es que en los últimos tiempos son constantes las noticias de oleadas de emigrantes que, huyendo de tragedias de todo tipo que asuelan sus países de origen, o intentando escapar de unas condiciones de vida miserables, pugnan por todos los medios por entrar en Europa para poder alcanzar una vida mejor. Un día sí y otro también nos enteramos de que centenares de emigrantes ilegales intentan saltar las vallas de Ceuta y Melilla que separan España de Marruecos; nos quedamos impactados con las imágenes de seres humanos que arriesgan la vida para alcanzar las costas del sur de Italia en naves de todo tipo, a cual más frágil, tras partir desde la costa de Libia; vemos a cientos, miles de personas que han entrado ilegalmente en Grecia procedentes de Turquía y que, tras alcanzar el Peloponeso, vagan por los Balcanes y Centroeuropa, saltando de frontera en frontera, con la intención de alcanzar Alemania, Suecia, Francia, o aun el Reino Unido, y rehacer allí sus vidas.
 
Muchas de estas personas proceden de países en conflicto, como Siria o Irak, pero otras llegan a Europa intentando escapar de la pobreza, y vienen de lugares tan heterogéneos como Pakistán, Nigeria, Afganistán o Senegal. Y ante tanto sufrimiento humano, ¿qué debemos hacer los europeos? ¿Cuál debe ser nuestro papel ante esta situación?
 
Algunos defienden que Europa, tradicionalmente una tierra de asilo, y que además disfruta de unos niveles de seguridad y bienestar desconocidos en los países de los que proceden los emigrantes que llegan, tiene la obligación moral de acoger a estas personas, cubrir sus necesidades, e integrarlas en nuestra sociedad. Otros, sin embargo, plantean que en Europa ya no hay sitio ni recursos para más gente, que ya somos demasiados y estamos sometidos a demasiados problemas, y que, por tanto, se debe dedicar el dinero de los europeos a satisfacer las necesidades de los europeos, y no de los que vienen de fuera.
 
Desde mi punto de vista ambas posturas son comprensibles y respetables, y evidentemente cuentan con argumentos a su favor. Sin embargo, creo que ninguna de las dos nos sirve para dar una respuesta adecuada a este problema, porque al final de lo que se trata es de conjugar las aspiraciones de las personas que emigran y las necesidades y capacidades de las sociedades que los acogen, pero siempre sin olvidar que de lo que estamos hablando es de un proceso de integración en una colectividad, en una determinada sociedad, con sus intereses, sus objetivos y sus normas, que deben ser respetadas y cumplidas.
 
Las evidentes razones, tanto políticas como económicas, que traen a los emigrantes a Europa no pueden servir de excusa para vulnerar las leyes de las sociedades en las que los emigrantes quieren ser acogidos, pues de otro modo se estaría dando carta de naturaleza a la ruptura de las normas de convivencia que justifican la propia existencia de la sociedad y del Estado. En consecuencia, la emigración debe necesariamente ajustarse a los cauces y las reglas establecidas, y quien las vulnere no debería obtener ninguna ventaja por hacerlo. Aquellos que fuerzan las fronteras, que no se ajustan a los procesos establecidos para acceder a un país, y que tampoco tratan de ajustarse a sus leyes no deberían en ningún caso recibir la protección y el amparo de la sociedad cuyas reglas desprecian, cuyas fronteras violentan, y cuyas normas de convivencia incumplen. En consecuencia, los emigrantes ilegales no deberían poder permanecer en el territorio del país cuya legislación violentan, ni deberían poder ser regularizados; su única alternativa debería ser el retorno al país de origen para, una vez vuelvan a estar en una situación legal, iniciar, ahora sí de acuerdo a la Ley, el proceso para emigrar a Europa.
 
Y en lo que se refiere a las sociedades de acogida, y sobre todo a sus autoridades, no debemos caer en el error de confundir humanidad con debilidad. Porque cada vez que amparamos o consentimos la vulneración de las normas, también las de inmigración, estamos incentivando que otros sigan el mismo camino; y cada vez que intentamos flexibilizar, suavizar, o modular la norma nos estamos convirtiendo en cómplices de la vulneración de nuestras propias leyes. Y ni siquiera deberíamos los ciudadanos aceptar como excusa la dificultad material de resolver los fenómenos de inmigración ilegal, la falta de colaboración de los países de origen o de tránsito de los flujos migratorios o aún la resistencia (humanamente comprensible al fin y al cabo, pero ilícita en cualquier caso) de los emigrantes ilegales.
 
La cuestión de fondo no es cuántos emigrantes llegan a Europa, sino que los que vengan lleguen cumpliendo las reglas, entre otras cosas porque Europa también se beneficia inequívocamente de la aportación que suponen los emigrantes en términos de ilusión, trabajo, esfuerzo, productividad y creación de riqueza. Europa no le hace un favor a los emigrantes acogiéndolos, sino que se hace un favor a sí misma recibiéndolos e integrándolos. Y para hacer posible que esto sea así, Europa como sociedad debe enviar el mensaje correcto de manera nítida e indubitada: sí a la emigración según las reglas, no a la emigración fuera de la Ley.
 
En consecuencia, debemos actuar con la máxima generosidad con los emigrantes legales que llegan a Europa, más allá de visiones cortoplacistas y condicionadas por enfoques económicos coyunturales, pero al mismo tiempo debemos ser inflexibles en negar las ventajas del Ordenamiento Jurídico a aquellos que desde un principio buscan vulnerarlo. Y para alcanzar este objetivo los Poderes Públicos tienen la obligación de utilizar los recursos con que los ciudadanos hemos dotado al Estado al entregarle el monopolio legítimo de la fuerza coercitiva, y deben hacerlo sin complejos y ni debilidad.
 
De nada sirve establecer normas migratorias y mecanismos contra la entrada ilegal en un Estado si luego los países de origen y tránsito de la emigración irregular no sienten las consecuencias de su proceder negligente, o si los emigrantes ilegales acaban disfrutando de los recursos y las ventajas que la sociedad ofrece, o con el paso del tiempo se acaban beneficiando de fórmulas para poder legalizar su situación a posteriori en esa misma sociedad cuyas normas han incumplido.
 
Europa debería de una vez liberarse de sus complejos y sus contradicciones, aprender de las experiencias de otros países en materia de política migratoria, y establecer sin fisuras mecanismos que imposibiliten la regularización de emigrantes ilegales y leyes que permitan su retorno efectivo a los países de tránsito y origen; y mientras esto se materializa, necesariamente se deben poner en marcha procedimientos que eviten que la sociedad cuyas normas se han vulnerado sea chantajeada por la falta de colaboración, o incluso el obstruccionismo, de aquellos que vulneran sus leyes.
 
Así, en lo que se refiere a los países de tránsito y origen de la emigración ilegal, su colaboración para combatir de manera eficiente el fenómeno, y para propiciar la devolución de los irregulares, debe ser un requisito imprescindible para acceder a los beneficios de la cooperación con las sociedades afectadas por la emigración ilegal, que en último extremo deberían poder utilizar la coerción legítima para resolver estas situaciones.
 
Y en lo que se refiere a los emigrantes ilegales que no solo vulneran las normas de los países de acogida sino que, además, obstaculizan su retorno, el Estado está legitimado para restringir sus movimientos hasta que cesen en su falta de cooperación, y ello tanto en territorio nacional como en terceros países.
 
Al respecto, soluciones ya aplicadas en países tan poco sospechosos de falta de pedigrí democrático como Australia, que además tiene una larga tradición como país receptor de emigración, y cuya propia esencia nacional está indisolublemente unida al fenómeno migratorio, quizá nos sirvan para poder darle un giro a la situación actual y empezar a revertir la negativa realidad actual de la emigración ilegal en Europa.

Si Europa quiere realmente ayudar a quienes son víctimas de la inseguridad, la injusticia o la pobreza en otras partes del mundo, y que solo aspiran a alcanzar una vida mejor, nuestra obligación como europeos es hacer lo posible para que las condiciones de vida cambien en aquellos países que en vez de dar oportunidades a sus ciudadanos los maltratan y explotan; nuestro deber es dejar de mirar para otro lado ante las atrocidades que todos los días cometen allí gobiernos ineptos y corruptos; hay que hacer todo lo posible, por la fuerza si hace falta, para que las cosas cambien en esos lugares castigados por la pobreza, la desigualdad, y la tiranía de sus gobernantes.

Cerrar los ojos ante las injusticias en otras partes del mundo, cuando no ser directamente cómplices de los que las perpetran, y seguidamente convertirnos en el receptor las víctimas de esas injusticias de manera caótica, traicionando además las normas que rigen nuestras sociedades y nuestra forma de vida, es no solo estéril e inútil, sino también injusto e inmoral.

2 comentarios:

  1. casi comparto lo que dices lo que pasa es que emigrar legalmente a Europa es imposible juridicamente. Europa le abre las puertas a los paises ricos y a los que recibe les llama turistas o extranjeros...los que vienen de afuera de paises marginados los que luego se convierten en mano de obra barata y erroneamente se les atribuye quitarles el trabajo a europeos a esos les llaman inmigrantes. Saludos.

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    1. En mi opinión, Oscar, el problema tiene tres aspectos esenciales que los europeos tendriamos que resolver primero para después poder afrontar esta cuestión correctamente:

      - decidir hasta qué punto podemos aceptar razones humanamente comprensibles para justificar lo que por otro lado no es más que una vulneración de las leyes y una ruptura del orden social.

      - evitar confundir situaciones que en realidad son muy distintas, y diferenciar entre personas con derecho al asilo e inmigrantes por motivos económicos.

      - exigir a cada país firmante del tratado de Schengen, y en concreto a los que son frontera exterior de la UE, que cumplan con sus obligaciones en base al tratado y protejan esas fronteras exteriores.

      En cualquier caso, muchas gracias por tu comentario.

      Todas las opiniones son bienvenidas, pero se agredecen especialmente las que aportan un punto de vista distinto, porque contrastar ideas es la única forma de avanzar.

      Un saludo,


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