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sábado, 26 de septiembre de 2015

¿Tan mala sería la secesión de Cataluña?

 
   De un tiempo a esta parte la opinión pública y los medios de comunicación andan a vueltas con el riesgo de que en un determinado momento Cataluña proclame su independencia y se separe de España.
 
Al respecto, cuando se considera esta posibilidad la discusión suele centrarse en si Cataluña tiene o no derecho a la independencia, y en si esta independencia sería o no un buen negocio para los catalanes. Sin embargo, hay un enfoque de este asunto que no se suele considerar, y es si para España sería en realidad tan malo que Cataluña se convirtiera en un estado independiente.
 
Sin necesidad de remontarnos mucho en los 500 años de historia en común, los últimos 35 años de la relación de Cataluña con el resto de España, los que se inician en 1980, con la inesperada victoria del nacionalismo catalán en las primeras elecciones autonómicas tras el final del franquismo, y llegan hasta el presente 2015, cuando el secesionismo catalán ha conseguido poner en riesgo el conjunto de la arquitectura institucional y política de nuestro país, muestran a las claras cuán negativos para el conjunto de los españoles han sido los efectos de la pertenencia de Cataluña a España.
 
Porque, reconozcámoslo, en estos 35 años, Cataluña ha sido para el resto de España un permanente dolor de cabeza político, económico e institucional.
 
Desde 1980 hasta hoy Cataluña ha ido progresivamente emborrachándose de un nacionalismo sectario y excluyente, que ha despreciado y marginado todo lo que pudiera identificarse con España en términos sociales y culturales, pero que a la vez se dedicaba a chuparle la sangre al resto de España exigiendo más y más privilegios políticos y económicos a cambio de participar en las componendas cainitas de los grandes partidos estatales, para de esta forma ir obteniendo dinero fresco con el que costear sus proyectos para la construcción de una Cataluña independiente de pesadilla...

Con el paso de los años, el nacionalismo catalán se hizo más fuerte, y fue capaz de crear toda una estructura de poder al servicio de sus fines: canales de televisión y radio; redes de periódicos afectos; un sistema educativo específicamente diseñado para la inmersión lingüística en el catalán, la anulación del español en la vida educativa, y la falsificación permanente de la historia; un cuerpo de policía autonómico concebido desde su origen como el ejército particular del nacionalismo; y hasta una red de representaciones diplomáticas de opereta en el extranjero...
 
Y lo peor es que todo esto ocurrió con el silencio irresponsable, cuando no con la colaboración cómplice, de millones de españoles.
 
De un lado, los residentes fuera de Cataluña no quisimos ver lo que estaba ocurriendo allí, o nos dejamos llevar por una tendencia enfermiza a minimizarlo y disculparlo, o llegamos al extremo de apoyarlo como si fuera un ejercicio de justicia compensatoria por los daños (reales o fingidos, cualquiera sabe...) infligidos en el pasado al pueblo catalán por el "centralismo de Madrid".
 
Por otro lado el proyecto nacionalista contó con la colaboración de la población no nacionalista de la propia Cataluña, que mayoritariamente aceptó pasiva y mansamente, sin rechistar, el papel de ciudadanos de segunda que el nacionalismo catalán les atribuía, y estuvo dispuesta a dejarse perdonar su existencia civil, aunque fuera de saldo, a cambio de poder permanecer en el supuesto oasis catalán.
 
Y para empeorar las cosas, nuestra clase política, y en concreto los grandes partidos estatales, fueron complacientes a la hora de construir todo un marco jurídico propicio para los desmanes nacionalistas, con tal de poder contar en sus trapicheos con el apoyo parlamentario del nacionalismo catalán. Solo así se puede uno explicarse cómo fue posible que pasaran un montón de cosas en estos años sin que a casi nadie parecieran importarle en exceso: diseño de una organización territorial ("la España de las Autonomías" la llamaron...) que solo buscaba fracturar a Estado y debilitar la Soberanía Nacional, sistemas de financiación autonómica asimétricos que beneficiaban una y otra vez a Cataluña, leyes de inmersión lingüística validadas por el Tribunal Constitucional aun cuando en realidad servían para discriminar al español en Cataluña, la práctica desaparición del Ejército y de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado de Cataluña, tolerancia permanente con la impúdica exhibición de simbología pseudonacional por parte de la administración autonómica catalana, etc., etc., etc.
 
Por eso ahora cuando, después de 35 años alimentando a la serpiente nacionalista en Cataluña, el Estado Español se encuentra ante la amenaza real de que el desafío del nacionalismo se convierta en un drama que se lleve por delante 500 años de historia en común, quizá ha llegado el momento de reconocer de una vez que España y los españoles nos equivocamos en la Transición con el enfoque que le dimos a la cuestión territorial, que parecía generoso y práctico cuando en realidad fue naif, pueril y cobarde. Me gustaría pensar que si la situación finalmente estalla y la secesión de Cataluña algún día se produce, la sociedad española transformaría el drama en una oportunidad para corregir los errores cometidos: se reconduciría el cáncer para la Nación que llamamos "Estado de las Autonomías", el sistema educativo volvería a ser igual en todo el país y tendría como única lengua vehicular el español, se acabaría con las policías autonómicas que solo sirven para debilitar al Estado y dar poder y fuerza al nacionalismo, o los símbolos nacionales serían respetados y dignificados en todo el territorio nacional como ocurre en cualquier país normal.
 
De hecho, hasta en nuestra clase política las cosas serían muy distintas si Cataluña dejara de formar parte de España, en tanto las mayorías parlamentarias y los gobiernos mal llamados "progresistas" que han dominado la vida política española en las últimas décadas se han cimentado siempre en los resultados singularmente buenos de los partidos de izquierda en Cataluña, en detrimento de otras opciones más centradas que perdían en Cataluña lo que ganaban en el resto de España.
 
Por todo esto, a veces a uno se le llega a pasar por la cabeza si a lo mejor no sería mala cosa que finalmente se produjera la secesión de Cataluña.
 
Lo malo es que esta forma de pensar pasa por alto una cuestión fundamental: ¿Qué pasaría entonces con aquellas personas que, aun viviendo en Cataluña, piensan, sienten y viven como españoles? ¿Los abandonaríamos? ¿Los dejaríamos tirados a su suerte? ¿Iríamos a recibirlos en la frontera de Pina de Ebro como en 1945 Alemania recibió a millones de refugiados de Prusia Oriental o Polonia hizo lo propio con los millones de compatriotas desplazados tras la expansión territorial soviética hacia el oeste al acabar la II Guerra Mundial? ¿Vendrían con lo puesto o se podrían traer las cenizas de sus muertos y los recuerdos de toda una vida para no abandonarlos en una tierra que entonces sería extraña?
 
El problema de claudicar ante el nacionalismo catalán y transigir con una posible secesión de Cataluña no estribaría en realidad en las consecuencias prácticas que tendría para la propia Cataluña, o ni siquiera en lo que supondría para el resto de España. La clave en un escenario tan devastador y vergonzoso como ese es si los españoles podríamos seguir mirándonos al espejo por las mañanas sin sentir vergüenza al ver nuestro propio rostro de cobardes pusilánimes que no supieron, o no quisieron, sacrificar un ápice de su confort, de su buenismo naif, de su pereza espiritual como ciudadanos, para salvar a la pobre gente que se siente tan catalana como española y que se quedaría varada en la cuneta de la historia, que serían de la noche a la mañana extranjeros y parias en su propia casa, y que lo perderían todo si los nacionalistas catalanes vencieran y se produjera la secesión de Cataluña.
 
A nosotros nos toca decidir si estamos dispuestos a hacer lo necesario, sea lo que sea, para evitar que el drama de la secesión de Cataluña se consume, y no solo eso, sino también, y sobre todo, si estamos dispuestos a afrontar el precio de corregir 35 años de miopía política y nos atrevemos a llevar a cabo la tarea de rehacer la arquitectura política y social de España a fin de garantizar el bienestar, el futuro y la esperanza del conjunto de la ciudadanía, independientemente de la parte de España en la que viva, también en Cataluña.
 







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