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lunes, 25 de enero de 2016

¿Los pobres lo son por culpa de los ricos?


¿Qué es mejor? ¿Formar parte de la clase media en Etiopía o en Cuba, o ser pobre en Mónaco o en Liechtenstein?

En los tiempos que corren es una idea generalmente aceptada asumir que en nuestra sociedad existe una relación directa entre el crecimiento de la desigualdad y la extensión de la pobreza. Así, a mayor cantidad de pobres, más ricos se estarían haciendo los ricos. Y a sensu contrario, cuantos menos ricos hubiera, y menos ricos estos fueran, mejor les iría a los pobres y antes podrían liberarse de su pobreza.

Como consecuencia de lo expuesto, quien así piensa sostiene que lo único que pueden hacer los pobres para salir de su pobreza es combatir a los ricos, porque los ricos no han hecho nunca nada para ganarse su riqueza salvo quitársela a los pobres. Y ello se debe, desde ese punto de vista, a que la riqueza, al igual que la energía, ni se crearía ni se destruiría, sino que solo sería susceptible de concentrarse o redistribuirse, haciendo de esta manera crecer, o menguar, el número de pobres y, en paralelo, el tamaño de la fortuna de los ricos.

Lo que pasa es que esta forma de ver las cosas se contradice con la evidencia del progreso de la sociedad, que crea prosperidad donde antes no la había, y que lo hace en base a la iniciativa, el empuje, la creatividad y el sacrificio. Y al mismo tiempo, de esta forma se niega también a los individuos la posibilidad de progresar y la responsabilidad de conseguirlo en base a su propio trabajo, su constancia y su esfuerzo.

Porque lo que debería realmente preocuparnos es el progreso que nosotros mismos podemos llegar a alcanzar, que debe ser asegurado por los poderes públicos como responsables de garantizarnos la igualdad de oportunidades en la vida, para a continuación poner de nuestra parte y conseguir efectivamente el mayor bienestar posible por nosotros mismos, independientemente de lo que hagan los demás.

En última instancia lo que mide nuestra prosperidad es lo que alcanzamos, el bienestar al que accedemos, y cómo todo ello mejora nuestra vida y la de nuestras familias. Y eso no está relacionado con lo que le ocurra al vecino, sino con lo que hagamos nosotros mismos.

Pero para eso hace falta que en la sociedad imperen valores que fomenten el trabajo y el esfuerzo, sin atajos y sin trampas, y que los que tienen responsabilidad pública no actúen como mercachifles que venden soluciones mágicas y simplistas, y no caigan en la falacia de confundirnos y tratar de convencernos de que nuestros problemas y carencias son simple y llanamente consecuencia del bienestar de los demás.

Por todo ello, si yo tengo los medios y las oportunidades para que me a mí me vaya bien, prefiero progresar y no perder las energías en compararme con los que tienen más. Y si al final consigo que así sea, no me importará ser considerado, en términos comparativos, un pobre al lado de los ricos, sobre todo si son ricos de los de Mónaco o de Liechtenstein, por poner un ejemplo...




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