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lunes, 28 de marzo de 2016

Siete días en Polonia



Casas de comerciantes en la plaza del mercado de Poznan
Polonia es una tierra prácticamente plana, sin relieve, con llanuras que no se acaban nunca; atravesada de norte a sur por el río Vístula, con su robusto caudal de aguas grises; bajo un cielo eternamente plomizo que parece aplastarte contra el suelo, mientras un viento helado barre las calles.

Polonia es país con una historia convulsa, zarandeado una y mil veces por sus poco recomendables vecinos del este y del oeste (tártaros, cosacos, zaristas y soviéticos de una parte; teutones, hanseáticos, prusianos, y hitlerianos de la otra), pero también por los del sur (checos, austriacos) y los del norte (varegos, suecos).

El polaco es un pueblo cohesionado por el catolicismo que, rodeado desde hace mil años por enemigos de su fe (ortodoxos desde Rusia, luteranos desde el Báltico y el Oder, y en ocasiones hasta musulmanes -tártaros y turcos- desde la estepa), le ha enseñado al mundo a través de los tiempos y gracias a su religiosidad lo mejor y lo peor de sí mismo: el compromiso sin fisuras con la Iglesia, la lealtad inquebrantable a Roma y la permanente voluntad de supervivencia como pueblo; pero también un ultranacionalismo exacerbado, el rechazo y la persecución del diferente y, sobre todo, el silencio cómplice frente al Holocausto, la Shoá, que se llevó por delante al diez por ciento de la ciudadanía polaca en apenas 6 años, ante la pasividad cobarde, cuando no complacencia culpable, de no pocos de sus conciudadanos católicos.

Durante siete días recorremos el centro y el oeste de Polonia. Varsovia, una urbe de raíces medievales, espíritu barroco y rostro de realismo socialista al que el capitalismo del siglo XXI le va haciendo poco a poco un lifting integral. Torun, teutónica y hanseática. Poznan y Wroclaw (hasta hace un par de generaciones las muy prusianas Posen y Breslau), germánicas de piel y de alma. Cracovia, la esencia de Polonia, un universo de tradición medieval y arte renacentista y barroco alrededor de Dios y de su vicario en la tierra, Juan Pablo II, omnipresente en cada rincón de la ciudad gracias a estatuas, placas y recuerdos que conservan imperecedera la figura de ese hijo adoptivo de Cracovia que durante 30 años vivió en esta ciudad, de la que salió en 1978 como cardenal camino de un cónclave que daría al mundo católico el primer papa polaco de la historia y, al tiempo, al mundo comunista un dolor de cabeza inmenso del que en realidad nunca se conseguiría recuperar.

En el avión de regreso a España me vienen a la memoria las sensaciones, las imágenes y los sabores de Polonia, una tierra impactante, atractiva y sorprendente, que me llevo conmigo de vuelta a casa:
  • Un paseo desde la atmósfera medieval del casco antiguo de Varsovia hasta la imponente mole estalinista del Palacio de la Cultura y la Ciencia, que tanto recuerda a sus hermanas de Moscú, pasando por el monumento al soldado desconocido y recorriendo las avenidas de la ciudad socialista de la segunda mitad del siglo XX. 
  • La imagen evocadora de un pasado y unas raíces centroeuropeas en cada rincón de las ciudades de alma prusiana entre el Vístula y el Oder, a pesar de la destrucción de la II Guerra Mundial, con sus bombardeos y sus interminables caravanas de deportados que tuvieron que abandonar sus casas y sus muertos para siempre y tratar de rehacer su vida en una Alemania amputada por la voluntad de los vencedores de 1945. 
  • Un sabor agridulce al descubrir una maravillosa Cracovia, llena de arte, encanto y personalidad, que admira y que enamora, pero en la que uno echa permanentemente de menos a las decenas de miles de ciudadanos judíos que entre 1939 y 1945 se esfumaron, se volatilizaron (muchos literalmente a través de las chimeneas del horror y el mal absoluto que representa Auschwitz-Birkenau, otros figuradamente por el vacío y el desprecio de sus vecinos gentiles durante generaciones, que al final les empujó a cambiar las calles de Kroke (la denominación de Cracovia en yiddish) por las de Jerusalén o Tel-Aviv...).
  • El olor a fuego de leña recorriendo las calles adoquinadas, mientras se intuyen entre la niebla las construcciones góticas en ladrillo de reminiscencias alemanas y las formas barrocas de los edificios jesuitas del siglo VXII levantados para mayor gloria de la contrarreforma contra el hereje luterano.
  • El gusto de la col, la remolacha y la zanahoria fermentadas; el sabor de unas salchichas blancas y un codillo acompañados de una jarra de cerveza; notas de la música de piano de Chopin durante las horas interminables de viaje en autobús; los ecos de las melodías Klezmer soñados en los callejones del barrio de Kazimierz en Cracovia; y el imponente caudal pintado de gris acero del Vístula camino del Báltico. 

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