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domingo, 18 de diciembre de 2016

Una verdadera identidad para Europa



El final del pasado siglo XX y el inicio del presente siglo XXI han sido años de buenísimo en la construcción europea, caracterizados por una mezcla de bonanza económica sostenida, disponibilidad aparentemente ilimitada de fondos con los que comprar voluntades europeístas, sucesivas y poco meditadas ampliaciones hacia el este para extender el hinterland económico de la Unión Europea (sobre todo alemán...), y una irreflexiva autocomplacencia ante el papel que habría de desarrollar Europa Occidental en el mundo tras el hundimiento de la extinta Unión Soviética.

Sin embargo, esos años en los que imperó una visión naif y adolescente de la construcción europea dejaron sin resolver cuestiones esenciales para el futuro que, una vez llegaron las dificultades en que nos sumió la crisis, provocaron el baño de realidad y la cura de humildad del proyecto europeo en que ahora estamos inmersos, y que nos está pasando una costosa factura en términos de desencanto y euroescepticismo.

Y es que en el caso europeo la crisis económica se ha convertido también en una crisis política y de valores, que ha puesto sobre la mesa una compleja lista de problemas pendientes de resolver.

Está la cuestión de cuál debe ser la estación de destino del proyecto europeo: un estado federal, solo una Europa de las Patrias, o exclusivamente un supermercado continental de bienes y servicios.

Vinculada a la anterior se plantea el tema de cuál debe ser el proceso de toma de decisiones: si por unanimidad de los Estados miembros o de forma proporcional, si por decisión del conjunto de ciudadanos de la Unión o parcelando la representatividad estado a estado, si reconociendo o no el papel de las regiones que forman parte de los Estados miembros.

Por otro lado surge la discusión sobre si deben tener preeminencia la legislación y las estructuras comunitarias, o si por el contrario la prevalencia debe corresponder a las leyes y las estructuras nacionales, o incluso a las regionales.

Está en fin el asunto de cuál debe ser el papel de la Unión Europea en el mundo, si una potencia autónoma (Ay, si De Gaulle y su concepto de " La Grandeur" levantarán la cabeza...) o un mero asistente de los Estados Unidos, o incluso si Europa debe tener algún papel propio más allá del de cada uno de sus estados miembros miembros (Francia y Alemania defendiendo posturas antagónicas en la Guerra de Yugoslavia, Polonia y los demás países del Este apoyando a Ucrania en el conflicto con Rusia mientras Alemania e Italia contemporizan con Moscú, etc., etc., etc...).

Y no nos olvidemos del más reciente y dramático ejemplo de esquizofrenia de la política europea, cual es la cuestión de decidir sobre cómo afrontar el reto de la inmigración ilegal que llama a nuestras puertas, y que nos está obligando a los europeos a mirarnos en el espejo de nuestras contradicciones, nuestros miedos y nuestra hipocresía sin que hasta ahora hayamos sido mínimamente capaces de construir una visión común, y mucho menos de expresarla abiertamente sin nuestra usual mala conciencia fruto de la tiranía de lo políticamente correcto.

Al final de la historia, de lo que se trata es de establecer de una vez cuáles son los objetivos últimos de la Unión Europea, cuál es la estación de destino del tren de la construcción europea, que no debería ser otro que la constitución de un sujeto político federal que rebase los límites de los estados nacionales, que otorgue el poder de decisión al conjunto de los ciudadanos de la Unión como titulares de una soberanía europea, y que asuma sin complejos su papel y su destino en el mundo como una potencia autónoma con capacidad real para hacer frente de manera independiente a los retos y las amenazas de un mundo global, con su propia defensa, su propia política exterior, y su propia estrategia coercitiva de salvaguarda de las leyes que nos hemos dado, incluyendo las reglas que deben respetar aquellos que legítimamente quieren encontrar un futuro mejor en Europa e incorporarse a nuestra sociedad, que necesariamente deben recibir un trato distinto del destinado a aquellos que vulneran las reglas, que violan las fronteras, o que atentan contra nuestros principios y valores.

La disyuntiva no puede ser, no debe ser, tener que elegir entre una visión de Europa desarmada ante el mundo, relativista y claudicante o por el contrario ser solo un mosaico de naciones encerradas en sí mismas y ancladas patrioterismos trasnochados.

Hace falta de una vez construir sin complejos una verdadera identidad para Europa, y quien no crea en ello hará bien en bajarse del tren, y los demás no debemos impedírselo, porque el quintacolumnismo ideológico no ha de tener cabida en el proyecto tan ambicioso como retador de construir una verdadera Europa Unida por y para los ciudadanos europeos.


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