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viernes, 7 de julio de 2017

El traje nuevo del Emperador


   Hace muchos años había un Emperador en un país remoto tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados, ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey al uso: “Está en el Consejo”, de nuestro monarca se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa, y todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros. Entonces, una mañana se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas del mundo; y no solo por sus colores y dibujos, que, afirmaban, eran hermosísimos, sino también porque las prendas con ellas confeccionadas eran mágicas y poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

"¡Deben ser vestidos magníficos!", pensó el Emperador. "Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan... Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos... ¡Que se pongan enseguida a tejer la tela!". Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero en realidad no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

"Me gustaría saber si avanzan con la tela", pensó el Emperador pasado algún tiempo. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto preocupado, y era el hecho de que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no pudiera ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Y es que todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

"Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores", pensó el Emperador. "Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él".

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en el taller ocupado por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. "¡Dios nos ampare!", pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas. "¡Pero si no veo nada!". Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos sinvergüenzas le rogaron entonces que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo, al tiempo que le señalaban el telar vacío. Y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. "¡Dios santo!", pensó-. "¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela".

"¿Qué? ¿No dice Vuestra Excelencia nada del tejido?", preguntó uno de los falsos tejedores.

"¡Oh, precioso, maravilloso!", respondió el viejo ministro mirando a través de sus gafas. "¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado sobremanera".

"Nos da una buena alegría", respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

"¿Verdad que es una tela bonita?", preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

"Yo no soy tonto", pensó el hombre, "y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta". Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y alabó con entusiasmo sus supuestos hermosos colores y su supuesto soberbio estampado.

"¡En verdad la tela es digna de admiración!", informó el segundo funcionario al Emperador cuando por fin regresó a palacio.

Y tanto hablaban todos los habitantes de la capital de la magnífica tela que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Entonces, seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

"¿Verdad que es admirable?", preguntaron los dos pretenciosos dignatarios que le acompañaban. "Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos". Y mientras así hablaban señalaban el telar vacío, creyendo que los demás sí veían la tela.

"¿Cómo?", pensó el Emperador. "¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? ¡Sería espantoso!".

"¡Oh, sí, es muy bonita!", dijo entonces. "Me gusta, la apruebo", añadió mientras que con gesto de agrado miraba el telar vacío, pues no quería confesar que en realidad no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador "¡oh, qué bonito!", a la vez que le aconsejaban que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. "¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!", repetían uno tras otro los cortesanos, y todo el mundo fingía estar extasiado ante aquella supuesta maravilla.

El Emperador decidió entonces conceder una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Y llegó el día de la Fiesta Mayor del país. Y durante toda la noche que le precedió, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente creyese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra. Y finalmente dijeron: -"¡Por fin!, el vestido está listo".

Unas horas después llegó el Emperador al taller en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: "Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. Y aquí el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, pero precisamente esto es lo bueno de la tela".

"¡Sí!", asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

"¿Quiere dignarse Vuestra Majestad en quitarse la ropa que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle con el nuevo traje delante del espejo?"

Quitose entonces el Emperador sus prendas y se quedó desnudo, y los dos embaucadores simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por los hombros, hicieron como si le atasen algo, la capa seguramente; y mientras el Monarca era todo posar ante el espejo.

"¡Dios!, y qué bien le sienta, le va estupendamente", exclamaban todos. ¡Vaya diseño, vaya corte, y vaya colores! Es un traje precioso" añadieron a coro.

"El palio bajo el cual caminará Vuestra Majestad durante la procesión le espera ya en la calle ", anunció el maestro de Ceremonias.

"Muy bien, estoy a punto", dijo el Emperador. "¿Verdad que me sienta bien?", preguntó. Y volviose una vez más hacia el espejo, para que todos creyeran que contemplaba su nuevo vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la capa bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas exclamaba: "¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica capa! ¡Qué hermoso es todo!".

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que en realidad nada veía, porque nadie quería ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Y ningún traje del Monarca tuvo tanto éxito ni fue nunca tan alabado en la corte como aquél.

Hasta que de pronto un niño que contemplaba el desfile de la mano de sus padres gritó en medio del gentío "¡Pero si no lleva nada! ¡El Emperador está desnudo!".

"¡Dios bendito!", gritaron entonces los presentes: "¡Es verdad que el Emperador está desnudo! ¡No lleva nada!".

Pero entonces el Emperador, como por nada del mundo quería hacer el ridículo delante del pueblo, pensó para sus adentros: "Hay que aguantar hasta el fin". Y haciendo gala de su obcecación siguió desfilando todavía más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente capa por toda la ciudad.

(PS: Hay cuentos que nunca pierden vigencia..).



("El traje nuevo del Emperador". Cuento de Hans Christian Andersen publicado en 1837).







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