Hacerse mayor significa descubrir que la medida de la vida no reside en aquello en lo que tenemos éxito, sino precisamente en lo que fracasamos.
Por más que en el presente creamos ver que vamos alcanzando metas, cuando tomamos perspectiva de las cosas nos damos cuenta de que todo era poco más que un espejismo, porque lo que queda después de andar el camino no es sino fracasos y sueños rotos.
Crecer es aprender a convivir con lo que nunca llegaremos a alcanzar, con lo que perdimos, y la forma de saber hasta qué punto ha merecido la pena intentarlo consiste en sopesar cuánta pasión y energía fuimos capaces de ponerle a lo que hicimos.
Lo que hace que todo cobre sentido no es el resultado de lo que hacemos, sino el sentimiento que le ponemos a las cosas, de qué manera las deseamos y las soñamos.
Los recuerdos pueden llegar a ser crueles, pero también nos permiten recuperar los sentimientos, volver a saborearlos, sentirlos y palparlos.
La vida es el escaparate de una pastelería visto con los ojos del niño que fuimos, y el cómo la vivimos se pone de manifiesto cada vez que volvemos a sonreír, besar, imaginar o desear.
Lo único real es la pasión con que vivimos, las ganas con las que nos comemos la vida.
Más allá no hay nada.
Más allá no hay nada.
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