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jueves, 5 de abril de 2018

La decadencia de Europa en el siglo XXI


Rock of Cashel (Irlanda)
   Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que las cosas importantes pasaban en Europa.

En aquel entonces el crecimiento económico, los avances tecnológicos, el arte, o los cambios sociales que marcaban la pauta de la evolución humana tenían como protagonistas a los habitantes de este pequeño rincón del mundo encajonado entre el Atlántico, el Mediterráneo y los Urales.

En el periodo que va del final del siglo XV a mediados del siglo XX los mejores referentes que explican el devenir de la humanidad fueron europeos: Vasco de Gama, Cristóbal Colón y Juan Sebastián Elcano ensancharon nuestra geografía; Cervantes, Beethoven y Rembrandt nos mostraron cuánta belleza puede llegar a crear el espíritu humano; Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Francisco Suarez pusieron las bases del Derecho Natural y el Orden Internacional; John Locke, Thomas Hobbes e Immanuel Kant establecieron las pautas para encontrar nuestro sitio en el mundo; Adam Smith, Karl Marx y Friedrich Hayek explicaron la realidad económica de nuestra sociedad y nos ayudaron a comprender su evolución.

Sin embargo, con el arranque del siglo XX Europa, que fue capaz de lo mejor durante 300 años, empezó también a enseñarle al mundo lo peor de sí misma: la mezquindad estéril del colonialismo en África y Asia; el carácter autodestructivo de la política europea que nos abocó en menos de 30 años a dos guerras mundiales; y sobre todo la crueldad sin límites que sembró la tierra de cadáveres una y otra vez a golpe de pogrom de la Rusia Zarista, genocidio armenio, holocausto en la Alemania Nazi, deportaciones masivas en la Unión Soviética o limpiezas étnicas durante la Guerra de los Balcanes.

Y es que en la actualidad los europeos asistimos con una mezcla de dejadez y fatalismo a la constatación de nuestra propia decadencia como sociedad. Porque actualmente, aunque todavía nos pasemos el día ensimismados en nuestros pequeños problemas, nuestras pequeñas rencillas y nuestras pequeñas miserias, no nos queda más remedio que reconocer que el mundo hace tiempo que dejó de girar alrededor nuestro.

Hoy en día las cosas importantes ya no pasan en nuestro querido Viejo Continente. Por el contrario, las nuevas ideas, los conceptos novedosos, o los planteamientos disruptivos se desarrollan cada vez más en Asía, incluso todavía en América, mañana tal vez también en África, pero no en Europa.

Como ya ocurrió hace mil años, cuando Europa transitaba por la Edad Media mientras Bagdad y Damasco eran las grandes metrópolis de Oriente Medio, y China, con Pekín a la cabeza, ejercía de indiscutible punto focal de la civilización, en esta segunda década el siglo XXI el centro neurálgico de las cosas se desplaza cada día más y más fuera de nuestras fronteras, sobre todo hacia el este.

Londres, París, Madrid o Berlín son ya poco más que parques temáticos del buen vivir a los que las fortunas de Rusia, el Golfo Pérsico, el Subcontinente Indio o Extremo Oriente vienen a gastar su dinero de la forma más ostentosa posible. Y nuestras empresas y hasta nuestro patrimonio cultural son objeto de compraventa a golpe de talonario en yenes, yuanes, dirhams o dólares.

Y en este contexto lo que digan o hagan Theresa May, Emmanuel Macron, Mariano Rajoy, o incluso Angela Merkel es poco más que simbólico y testimonial al lado de las decisiones que toman los que de verdad mandan en el mundo: Vladímir Putin, Donald Trump o Xi Jinping.

Lo único importante que nos queda a los europeos, y no es poco, es la preservación de una determinada concepción del mundo que pone en el centro de nuestra concepción de la vida al ser humano, a sus derechos, a su igualdad, a su libre albedrío, a su creatividad, y a su sentido de la trascendencia.

De nosotros depende proteger, desarrollar y difundir esos valores de libertad y de democracia que hacen de Europa una feliz excepción y una isla de civilización y de progreso en un mundo en el que desgraciadamente la desigualdad, el sufrimiento, la discriminación y la tiranía siguen siendo la regla o, por el contrario, resignarnos como colectividad a un papel secundario en el mundo, cuando no a engrosar el panteón de las sociedades superadas por la historia.

A fin de cuentas, si ya le pasó al Mundo Griego, a la Civilización Romana y al Islam de finales del primer milenio, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo con nosotros los europeos?






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