Para ellos hace tiempo que la vida se convirtió en un permanente aguantar y reunir fuerzas para afrontar otro día, sin más objeto que encajar los golpes y lamerse las heridas de la soledad y la tristeza, esas que no se cierran nunca porque en realidad no queremos que se cierren, porque dejarlas cicatrizar significaría aceptar que la vida pasada y los seres queridos ya no volverán, y que los dulces recuerdos se marcharon para siempre.
Hace tiempo que las causas en las que creyeron fueron derrotadas, y de sus sueños no queda más que ese vacío que sienten en el pecho cuando caminan solos por el parque a unas horas en las que el resto del mundo trabaja, estudia, pelea o ama.
Se imponen rutinas que no le importan a nadie y que no sirven para nada, y cuya única finalidad es matar el tiempo y tratar de no sumirse en la parálisis del alma, y evitar caer en ese pozo dulce y profundo de la nada que te atrapa cuando te zambulles en él y del que entonces ya nunca se puede salir.
Probablemente crecieron creyéndose las historias en las que al final el bueno siempre ganaba y se casaba con la chica, pero resultó que todo era mentira. Y por eso a veces piensan que deberían tirar la toalla y hacerse de una vez a la idea de que las cosas son como son y no van a cambiar, pero todavía se les parte el alma cada noche cuando les llega esa sensación de soledad y de vacío.
Sin embargo, cuando creen que nadie los ve, todavía sueñan con un mundo en el que las historias de las películas de su infancia tenían un final feliz y se hacían realidad, cuando el amor de los seres queridos no se perdía nunca del todo. Porque en ese mundo el Oeste se conquistaba, las aguas del Mar Rojo se abrían para que los que huyen pudieran escapar, el pecador se redimía en el lecho de muerte rodeado de los suyos, y el hijo pródigo era siempre bienvenido de vuelta a casa...
Disparo con un móvil VIVO Y72, V2041; 1/10 s; f/1,79; 25 mm; ISO 12922.
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