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domingo, 19 de febrero de 2023

Nihil inultum remanebit


Disparo con una SONY DSC-RX100M2, 12.78 mm, f/3.2, 1/60 s, ISO 100.



Si hay algo que probablemente todos los seres humanos tenemos en común, cualquiera que sea nuestro género, nuestro credo o nuestra raza, es la visión egocéntrica de la vida, esa que nos lleva a contemplar la realidad y a los otros desde el prisma de nuestros propios valores, experiencias, creencias y principios, y que, por consiguiente, hace que nos resulte tan difícil ver las cosas con objetividad, y más aún ponernos en la piel del otro.

La visión egocéntrica de las cosas nos es muy útil para darnos seguridad al manejarnos por la vida y poder crecer como personas, pero también nos convierte en jueces de los otros: de sus acciones, sus actitudes y hasta de sus creencias y sus anhelos. Y cuando nos constituirnos en jueces de los otros, nuestra tendencia natural es hacerlo adoptando en exclusiva el punto de vista de nuestros valores, nuestras experiencias, nuestras creencias y nuestros principios, y por ello al juzgar cuestionamos, criticamos y condenamos lo que no encaja con nuestra visión, y entonces fácilmente constatamos faltas, atribuimos pecados, dictamos sentencias e impartimos castigos.

De alguna manera la puesta en práctica de nuestra visión egocéntrica de las cosas nos convierte en aprendices de Dios, aunque, a diferencia del original (al menos del original católico...), somos muy dados a juzgar y condenar, pero no tanto a perdonar a los otros. De hecho, cuanto más próximos somos al sujeto de nuestro juicio y nuestra crítica, las más de las veces mayor es el rigor de la sentencia y la inflexibilidad del castigo, y consecuentemente menor es la posibilidad de enmienda y de perdón que le concedemos. Así, dejamos al condenado sumido en su remordimiento por los pecados cometidos y además sometido al dolor de constatar la esterilidad del arrepentimiento y la imposibilidad del perdón.

Si bien el panorama así pintado resulta bastante poco halagüeño para los seres humanos, afortunadamente a lo largo de la vida las cosas se van poco a poco atemperando, y según vamos madurando el rigor justiciero se nos atempera y en su lugar crece la semilla de la duda, la indulgencia y el perdón. y de esta manera cuando nos hacemos viejos terminamos dándonos cuenta de que no siempre hay una única perspectiva correcta de las cosas, ni existe solo una única visión acertada, porque en realidad la paleta cromática de la vida tiene muy poco de blanco y negro y mucho de matices de grises, y lo mismo ocurre con las creencias, los anhelos y los deseos de los otros...

Lo malo es que a veces la evolución desde el rigor sentenciador hasta comprensión indulgente nos lleva toda una vida, y para cuando se completa el proceso el perdón llega tarde... Y es que en realidad solo le perdonamos totalmente sus pecados a los muertos (y ni siquiera siempre...), pero entonces ya no sirve para nada, salvo como mucho para tranquilizar la mala conciencia de los vivos.

Como dice el verso del himno gregoriano de difuntos "Dies ira, Dies illa..." (🎵), obra del siglo XIII atribuida a Tomás de Celano, "Nihil inultum remanebit". Porque en la vida de los hombres nada, absolutamente nada, queda nunca sin castigo...



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