Una mañana del mes de junio de 1943
me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol, en la Riviera francesa, para
hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París. Contenía un nuevo y
prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión, un pulmón
automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Emile
Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros
en tantos buceos Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un
regalo de Navidad con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el
primer “aqualung” o pulmón acuático. Si marchaba bien, el buceo sería
revolucionado.
Hallamos un conjunto de tres
botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas a un regulador de aire
del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos, que se
unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos
que cubriesen los ojos y la nariz y aletas de goma para los pies, nos
proponíamos pasearnos a nuestras anchas por las profundidades del mar.
Nos dirigimos a toda prisa a una
oculta cala, donde estaríamos a resguardo de las miradas indiscretas de
bañistas y de soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé la
presión del aire. Las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta
veces la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir
con calma el plan de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de
Francia, se quedaría en la playa descansado y calentándose al sol, listo para
venir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa Simone nadaría en la superficie,
provista de un respirador “snorkel”, y me vigilaría a través de lentes
sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se
zambulliría para alcanzarme en pocos segundos. “Didi”, como le llamaban en la
Riviera, podía bucear hasta dieciocho metros de profundidad.
Mis compañeros sujetaron el bloque
tribotella en mi espalda, con el regulador junto a la nuca, mientras que los
tubos pasaban por encima de mi cabeza. Escupí en el interior de mis lentes,
enjuagándolos luego en la rompiente, con el fin de que no se formase vaho en el
interior del cristal inastillable. Adapté el suave reborde de goma de los
lentes sobre mi frente y pómulos. Introduje la boquilla en mi boca y sujeté los
nódulos entre mis dientes. Mis inhalaciones y espiraciones pasarían, cuando yo
me hallase bajo la superficie del agua, por una pequeña abertura del tamaño de
un clip de los que se emplean para sujetar hojas de papel. Tambaleándome bajo
el peso del aparato, que alcanzaba casi veinticinco kilos, caminé con paso de
Charlot hasta penetrar en el mar.
Mi escafandra autónoma, verdadero
pulmón acuático, había sido diseñada con la intención de que resultase
ligeramente flotante.
Me recliné sobre el agua helada,
para ver si se cumplía en mí el principio de Arquímedes, que dice que un cuerpo
sólido sumergido en un líquido es empujado hacia arriba por una fuerza igual al
peso del líquido que desaloja. Dumas me hizo quedar bien con Arquímedes
sujetando algo más de tres kilos de plomo a mi cinturón. Me hundí suavemente
hacia el fondo arenoso, mientras respiraba sin el menor esfuerzo un aire dulce
y fresco. Al inhalar oí un débil silbido, mientras que al espirar se producía
un ligero burbujeo. El regulador ajustaba la presión a mis necesidades del
momento.
Miré en torno mío con la misma sensación de éxtasis que he experimentado siempre en cada zambullida.
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