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martes, 28 de mayo de 2024

Buceo porque querría ser un pez...

 



Una mañana del mes de junio de 1943 me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol, en la Riviera francesa, para hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París. Contenía un nuevo y prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión, un pulmón automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Emile Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros en tantos buceos Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un regalo de Navidad con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el primer “aqualung” o pulmón acuático. Si marchaba bien, el buceo sería revolucionado.

Hallamos un conjunto de tres botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas a un regulador de aire del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos, que se unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos que cubriesen los ojos y la nariz y aletas de goma para los pies, nos proponíamos pasearnos a nuestras anchas por las profundidades del mar.

Nos dirigimos a toda prisa a una oculta cala, donde estaríamos a resguardo de las miradas indiscretas de bañistas y de soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé la presión del aire. Las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta veces la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir con calma el plan de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de Francia, se quedaría en la playa descansado y calentándose al sol, listo para venir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa Simone nadaría en la superficie, provista de un respirador “snorkel”, y me vigilaría a través de lentes sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se zambulliría para alcanzarme en pocos segundos. “Didi”, como le llamaban en la Riviera, podía bucear hasta dieciocho metros de profundidad.

Mis compañeros sujetaron el bloque tribotella en mi espalda, con el regulador junto a la nuca, mientras que los tubos pasaban por encima de mi cabeza. Escupí en el interior de mis lentes, enjuagándolos luego en la rompiente, con el fin de que no se formase vaho en el interior del cristal inastillable. Adapté el suave reborde de goma de los lentes sobre mi frente y pómulos. Introduje la boquilla en mi boca y sujeté los nódulos entre mis dientes. Mis inhalaciones y espiraciones pasarían, cuando yo me hallase bajo la superficie del agua, por una pequeña abertura del tamaño de un clip de los que se emplean para sujetar hojas de papel. Tambaleándome bajo el peso del aparato, que alcanzaba casi veinticinco kilos, caminé con paso de Charlot hasta penetrar en el mar.

Mi escafandra autónoma, verdadero pulmón acuático, había sido diseñada con la intención de que resultase ligeramente flotante.

Me recliné sobre el agua helada, para ver si se cumplía en mí el principio de Arquímedes, que dice que un cuerpo sólido sumergido en un líquido es empujado hacia arriba por una fuerza igual al peso del líquido que desaloja. Dumas me hizo quedar bien con Arquímedes sujetando algo más de tres kilos de plomo a mi cinturón. Me hundí suavemente hacia el fondo arenoso, mientras respiraba sin el menor esfuerzo un aire dulce y fresco. Al inhalar oí un débil silbido, mientras que al espirar se producía un ligero burbujeo. El regulador ajustaba la presión a mis necesidades del momento.

Miré en torno mío con la misma sensación de éxtasis que he experimentado siempre en cada zambullida.


PS: Buceo porque en otra vida querría ser un pez…

(Inicio del CAPÍTULO I, "Los hombres-pez", del libro "El mundo silencioso", de J. Y. Cousteau y Frédéric Dumas, publicado en 1953, que describe la primera inmersión de la historia en el mar con un equipo de buceo autónomo).


Detalles técnicos de la fotografía: cámara APEMAN A80, 2.8 mm, f/1.8, 1/400 s, ISO050. Imagen tomada el 25/mayo/2024.

 

 


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