El 24 de octubre de 2024 el político Íñigo Errejón Galván, portavoz en el Congreso de los Diputados de la formación de izquierdas Sumar, que gobierna en España en coalición con el PSOE bajo la presidencia de Pedro Sánchez Castejón, dimitió de todos sus cargos y renunció a su acta de diputado tras hacerse públicas una serie de denuncias contra él por varios casos de supuestos abusos sexuales a mujeres que habrían tenido lugar en los últimos años.
Unos meses antes, en agosto de 2024, el político peronista Alberto Fernández, presidente de Argentina entre 2019 y 2023, fue denunciado por violencia de género por su expareja, la periodista Fabiola Yáñez. De acuerdo con las acusaciones hechas públicas, Alberto Fernández habría sometido durante años a Fabiola Yáñez a maltrato físico y psicológico, incluyendo palizas y vejaciones de todo tipo, que incluso habrían tenido lugar en residencia presidencial de la Quinta de Olivos.
Los casos expuestos tienen en común que los políticos denunciados por supuesta violencia sexual pertenecen a formaciones que se califican a sí mismas como izquierdistas y que forman parte de esa amalgama de movimientos progresistas que en las últimas décadas han venido reivindicado vehementemente la defensa de la igualdad de género, han denunciado todas las formas de discriminación y de maltrato contra las mujeres, y han convertido las reivindicaciones feministas en una parte esencial de su programa. Y no solo eso, sino que además han entendido la lucha contra la discriminación de género como un rasgo ideológico exclusivo y excluyente del progresismo y una justificación para el desarrollo de todo un abanico de políticas de discriminación positiva en favor de la mujer, que en muchas ocasiones han desembocado en la discriminación en contra del varón en el derecho penal y la interpretación que los jueces y tribunales deben darle a la presunción de inocencia, en las políticas sociales, en el derecho de familia, en la educación, en el derecho procesal, en la confección de las listas electorales de los partidos políticos o en la organización de las empresas.
El resultado de toda esta ofensiva política a favor de las tesis feministas ha supuesto cambiar la percepción de la sociedad frente a la violencia sexual, ha reducido la discriminación y ha corregido las tasas de desigualdad género. Pero también ha tenido consecuencias negativas de todo tipo: ha instalado a amplias capas de la población en la sospecha generalizada y difusa contra el varón y lo masculino; ha dado lugar a una patrimonialización excluyente por parte del progresismo de la lucha a favor de la igualdad de las mujeres; ha sometido a miles de varones a una discriminación insoportable que da por válidas denuncias no probadas o directamente falsas; ha propiciado la articulación de todo un sistema penal de autor más propio de la Edad Media que del siglo XXI con el cual, bajo la coartada de la llamada perspectiva de género, castiga más o menos determinados delitos según los cometa un hombre o una mujer; o ha privado a multitud de hombres de su derecho a ejercer la paternidad al hacerles víctimas del secuestro afectivo, emocional e incluso físico de sus hijos por parte de sus exparejas.
Y ahora asistimos atónitos y asqueados a casos como los de Íñigo Errejón y Alberto Fernández, y descubrimos que miembros de esa progresía que ha instrumentalizado durante décadas la lucha a favor de la igualdad y en contra del maltrato a las mujeres, que ha propugnado la discriminación contra el 50% de la sociedad de género masculino por una suerte de revanchismo social, y que ha utilizado el feminismo como arma política contra todo el que no es izquierdista, eran en realidad ellos mismos unos presuntos maltratadores autores de violencia de genero.
¿Pedirá la izquierda alguna vez perdón a la sociedad por todo el daño causado con su patrimonialización sectaria y torticera de la lucha por la igualdad de género y contra el maltrato a las mujeres?
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