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lunes, 23 de enero de 2017

Jornada laboral, conciliación y libertad


   Cada cierto tiempo los medios de comunicación dedican su atención a la cuestión de la conciliación entre la actividad laboral y la vida personal y, vinculado a este asunto, al tema de la regulación de los horarios comerciales y la jornada de trabajo.

El argumento de los medios es que las jornadas laborales son excesivamente largas; que los horarios comerciales se rigen solo por las ansias del mercado, no permiten el descanso de los trabajadores, son demasiado prolongados, y favorecen exclusivamente a las grandes superficies en detrimento del pequeño comercio tradicional; que van en contra de la productividad y perjudican a la vida familiar; y que esta situación es intolerable y debe cambiar.

Así, no es infrecuente leer declaraciones de expertos que propugnan impulsar un recorte en los horarios laborales para hacerlos más "modernos", de sindicatos que protestan por las jornadas de trabajo abusivas a las que estarían sometidos los trabajadores y abogan por políticas coercitivas por parte del Estado para acabar con esa situación, y de colectivos progresistas que denuncian la falta de implicación del hombre en las tareas domésticas con la excusa de las largas jornadas de trabajo y concluyen en que ese es uno de los orígenes de la discriminación machista que sufren las mujeres.

Todas estas críticas tienen una base común que, por más que sea generalmente aceptada hoy en día, en mi opinión es bastante discutible.

Los que propugnan la limitación generalizada de horarios confunden el Derecho de los trabajadores desde un punto de vista individual a tener unas jornadas laborales razonables con la supuesta necesidad de imponer a la sociedad en su conjunto restricciones que en realidad van en contra de la libertad, la productividad y la iniciativa privada. Porque una cosa es que un trabajador tenga derecho a una jornada razonable que respete su vida privada y su derecho al ocio y al descanso, y otra cosa totalmente distinta es que para garantizar eso haya que obligar a los negocios a funcionar, por ejemplo, solo de lunes a viernes y de nueve de la mañana a seis de la tarde, y prohibir las aperturas en fines de semana y festivos, y estar en contra de la libertad de iniciativa y contratación, y combatir el trabajo a turnos o la flexibilidad de jornada.

Porque el mundo no se para los viernes a partir de las seis de la tarde, y los clientes quieren consumir, y deben de poder hacerlo, cómo y cuándo ellos libremente decidan y no cuando lo establezca un decreto de regulación de horarios; en el mundo y en la vida pasan cosas los días laborables a partir de las seis de la tarde, y los fines de semana, e incluso los festivos, y el aparato productivo de un país debe dar respuesta a esas necesidades en vez de ignorarlas y hacer como que no existen.

Y es que las sociedades que progresan, las más dinámicas, las más productivas, no son las que ponen límites a la iniciativa de cada cual, a su libertad y a su autonomía, sino por el contrario las que garantizan los medios para que cada cual sea libre de tomar sus decisiones y ponerlas en práctica como mejor le convenga.

En última instancia, de lo que se trata no es de que los países y las sociedades trabajen cada mes menos, sino más bien lo contrario, de que cada vez trabajen más y mejor.

¿O es que acaso pretendemos ponerle puedas al campo? ¿Dejará de haber acontecimientos y realidades de trascendencia económica simplemente porque así lo diga una regulación de horarios? ¿Y qué pasa si la bolsa de Nueva York se desploma cuando aquí es madrugada, o si alguien quiere reservar un hotel y comprar un billete de avión un día festivo, o si yo quiero salir de compras y luego a cenar un domingo? ¿Hacemos como que no hay desplome de la bolsa, o perdemos la oportunidad de ahorrar en las vacaciones, o nos quedamos sin comprar la camisa y sin cenar porque es fin de semana?

En vez de inmiscuirse en la libertad de cada cual, a lo que deberían dedicarse los poderes públicos en relación a esta cuestión es a garantizar que las leyes que ya tenemos se cumplen de verdad, y que cada trabajador trabaja efectivamente las horas que le corresponden y no más, y que no se le impongan jornadas abusivas, y que las horas extras que realice se le pagan. Y a partir de ahí que las partes y los agentes sociales y económicos tengan libertad para negociar y pactar lo que les parezca, también en lo relativo a las jornadas y los horarios laborales.

Porque si no es así caeremos en el absurdo de pretender prefabricar y domesticar la realidad, y, parafraseando al humorista, propiciaremos que, por ejemplo, el enemigo nos ataque los viernes a partir de las seis de la tarde y los fines de semana, para garantizarse así que nuestros soldados no combatirán, nuestros periodistas no informarán, nuestros sanitarios no curarán a los heridos, y nuestros gobernantes no reaccionarán, porque todos ellos estarán fuera de la jornada laboral reglada y se habrán marchado de fin de semana...

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