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jueves, 18 de octubre de 2018

Nuevos actores que cambian la agenda política



Donald Trump en los Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orban en Hungría, Marine Le Pen en Francia, PEGIDA y AfD en Alemania, Nigel Farage en el Reino Unido, Heinz-Chistian Strache en Austria, VOX en España, Jaroslaw Kaczynski en Polonia, Matteo Salvini en Italia…

En los últimos años en cada vez más países occidentales están surgiendo fenómenos políticos de nuevo cuño, alejados de la partitocracia tradicional, que, ante problemas que los ciudadanos llevan tiempo percibiendo como acuciantes, y a los que las formaciones políticas tradicionales parecen no haber sabido (o no haber querido…) resolver, se presentan ante la opinión pública con toda una batería de soluciones que se caracterizan por ser prácticas, sencillas, directas pero que, por radicales, nadie se había atrevido a defender abiertamente y de manera pública hasta ahora.

Así, ante cuestiones críticas hasta ahora no resueltas, cuales son la crisis económica, la desigualdad social, la inmigración ilegal, la globalización, la proletarización de las clases medias, la corrupción de las élites políticas, los excesos de la ideología de género, la frivolización de la vida humana, o el multiculturalismo que relativiza los valores de nuestras sociedades, estas nuevas corrientes políticas y sociales han llegado para ofrecer alternativas que para algunos constituyen un soplo de aire fresco en la vida pública y la posibilidad tantas veces anhelada de encontrar por fin respuestas a los problemas que realmente preocupan al ciudadano medio, pero que para otros son recetas simplistas y demagógicas que no harán más que empeorar las cosas.

Y es que a la hora de analizar cuál está siendo la reacción que se está produciendo ante estos fenómenos se observan varias cosas: llama la atención que hay una gran división de opiniones, como en los toros; es palpable la visceralidad de los argumentos a favor y en contra que generan; y sobre todo se observan enormes diferencias entre cómo está reaccionando ante ellos la opinión pública y cómo lo está haciendo el conglomerado formado por la clase política tradicional y los creadores de opinión profesionales.

Una parte de la población, alineada con los planteamientos y valores de la izquierda, ve las ideas que defienden estos grupos como una reedición de las corrientes más autoritarias del siglo XX, tanto de los totalitarismos inmediatamente anteriores a la II Guerra Mundial como de las ideas conservadoras que florecieron en Europa Occidental, en los Estados Unidos y en Iberoamérica en el trascurso de la Guerra Fría, y por ello las rechazan de manera vehemente, frontal y sin matices, y las descalifican por casposas, retrógradas y rancias, y esto cuando no las tildan simple y llanamente de fascistas.

Existe otro segmento de la población que tradicionalmente ya propugnaba sin tapujos soluciones contundentes que preservaran los valores y principios considerados de orden, y que por eso mismo de manera natural ha apoyado ahora a estas opciones, pero que tradicionalmente era denostado y considerado extremista o reaccionario, por lo que en el pasado tuvo un desarrollo limitado y se convirtió en una opción minoritaria.

Pero además hay un tercer grupo de la población que antes también rechazaba las ideas que ahora defienden estos actores de la nueva política, no tanto por convicción, sino simplemente para no ser señalados con el dedo y tildados de reaccionarios, y que por ello prefería alinearse con el pensamiento dominante y había aceptado como un mantra la descalificación directa y sin matices que de ellas hacía la izquierda. Pero ante la profundidad y extensión en el tiempo de la crisis que está atenazando a nuestras sociedades, unido a ello la falta de respuestas y de soluciones por parte de la clase política tradicional, este segmento de la ciudadanía ha empezado a desarrollar sentido crítico, a no dejarse guiar por lo políticamente correcto, y a fijarse más en los mensajes que le llegan y menos la imagen estereotipada de quién los defiende. Y ha sido entonces cuando las cosas han empezado a cambiar y este segmento de la ciudadanía ha descubierto que, en realidad, a veces incluso muy a su pesar, algunas de las ideas y las propuestas de estos nuevos actores de la política le resultaban interesantes e incluso le convencían.

Por último, está el que hemos venido en llamar el conglomerado formado por la clase política tradicional y los creadores de opinión profesionales, que en líneas generales ha reaccionado de manera extremadamente negativa ante este fenómeno, rechazando frontalmente todo lo que plantean estos nuevos grupos, a los que califican de oportunistas, demagogos, advenedizos, populistas y “aficionados de la política” (¿es esto en realidad un insulto si los contraponemos a los “profesionales” del gremio…), mientras etiquetan sus recetas de simplistas, radicales, antidemocráticas y sectarias.

Es verdad que estos nuevos actores de la política (y la polisemia resulta muy apropiada en este caso, porque los personajes de los que hablamos son muy activos a la hora de generar y difundir opinión, pero suelen pecar también de un histrionismo más propio de las tablas del teatro que de lo que solíamos esperar de las tribunas de los parlamentos y los atriles de los oradores…) tienen las más de las veces unas formas más propias del presentador de televisión que del cargo público, utilizan un lenguaje de colores planos y sin matices, y simplifican en exceso los conceptos y los mensajes hasta casi caer en el slogan. Pero también no es menos cierto que gracias a ellos, a su carácter disruptivo, a su desparpajo y a su ausencia de complejos, en los últimos tiempos el debate público se ha desembarazado de lo políticamente correcto, de los mensajes vacíos, de ese pretendido buenismo que en realidad enmascara la falta de ideas o la mezquindad, y ha empezado a plantear cuestiones que realmente ocupan y preocupan al ciudadano común, a la persona de a pie que no sale en los telediarios pero que se levanta cada mañana para ir a trabajar y que paga sus facturas.

No es cierto, como proclaman la clase política tradicional y los creadores de opinión profesionales, que estos nuevos actores políticos hayan prosperado por el miedo y la incertidumbre que ha generado la crisis económica de la última década, y que por eso resulten circunstancialmente populares para la parte egoísta o manipulable de la sociedad. Lo que en realidad ha ocurrido es que estos nuevos histriones de la política han encontrado un filón en algunas de las cosas que preocupan a un porcentaje no menor de la ciudadanía y que los políticos tradicionales y los medios de comunicación se negaban a abordar: la crisis económica, la desigualdad social, la inmigración ilegal, la globalización, la proletarización de las clases medias, la corrupción de las élites políticas, los excesos de la ideología de género, la frivolización de la vida humana, o el multiculturalismo que relativiza los valores de nuestras sociedades…

A partir de aquí uno podrá estar totalmente a favor, totalmente en contra, o depende de cada cosa concreta, de lo que propugnan estas nuevas corrientes, pero lo que es ilusorio es pensar que son una moda pasajera, porque ya han demostrado que no es así.

Y tampoco tiene sentido afirmar que son instrumentos que, manejados hábilmente por uno de los contrincantes de la política tradicional, servirán para debilitar a sus oponentes. Y si no baste con mirar a aquellos países en los que primero surgieron para ver cómo pueden llegar a acabar estas cosas. Así, sin ir más lejos, hay quien sostiene que en la Francia de los años 80 del siglo XX el crecimiento del Frente Nacional fue obra de una maniobra del Partido Socialista de François Miterrand para perjudicar a la Derecha Gaullista… aunque 30 años después el Partido Socialista francés está completamente dislocado, mientras que el Frente Nacional ha conseguido acariciar la presidencia de Francia y es la alternativa al Presidente Macron.

Por todo ello, acostumbrémonos al hecho de que la política tal cual la conocíamos hace unos años ha cambiado, acaso para siempre, que ya no existen tabúes a la hora de hacer propuestas y propugnar soluciones, y que tanto los políticos como los medios de comunicación deben hablar de los problemas que realmente interesan y preocupan a la gente, y no puede seguir pretendiendo marearnos con sus tópicos, su falso buenismo, y su medida de lo políticamente correcto y de lo aceptable.

Al final, lo importante no es que quien hable sea ultraderechista, izquierdista o perito agrícola, sino qué propone, cómo lo argumenta, si es capaz de aplicarlo y qué consecuencias tendría para todos nosotros. Y lo demás es solo comedia, y encima de la mala…