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viernes, 5 de abril de 2019

Pedro y el lobo en campaña electoral


   En unas semanas tendrán lugar una vez más elecciones generales en España.

Y como cada vez que nos aproximamos al inicio de una campaña electoral, quizá incluso en esta ocasión con mayor virulencia debido tanto a lo ajustado de los resultados previstos a tenor de las encuestas como a lo antagónicas e irreconciliables que parecen ser las posiciones defendidas por unos y por otros, surge en el discurso de las distintas formaciones políticas, sobre todo en el de las pretendidas opciones mayoritarias, la apelación al voto útil como argumento para tratar de influir en al ánimo de los votantes.

Y es que el concepto del voto útil surge una y otra vez de manera recurrente cada vez que nos llaman a votar, en especial en boca de aquellos que, curiosamente, en elecciones anteriores obtuvieron buenos resultados pero luego, fuera por sentido de estado, por cálculo político, por indisimulada demagogia  o por simple cinismo, se fueron dejando las promesas electorales por el camino, y se desembarazaron sin el más mínimo rubor de aquellos compromisos que les hicieron ganar votos, o quitárselos mas bien al rival, pero que a la hora de llevarlos a la práctica les resultaban incómodos por caros, conflictivos, polémicos, o pura y simplemente, por irrealizables.

Así, el partido mayoritario y a la vez incumplidor esgrimirá en campaña electoral el voto útil como argumento para evitar que votantes desencantados se vayan con otras fuerzas, las cuales, si bien aparentemente minoritarias, parezcan más proclives a seguir defendiendo sus postulados el día después de las elecciones. Y les oiremos pronunciar frases del tipo "dividir el voto beneficia a nuestros verdaderos adversarios", o "con nuestro sistema electoral solo el confiar en un partido de gobierno como el nuestro garantiza que el voto de los ciudadanos no se pierda".

Pero por si no fuera suficiente con este trampantojo de "el voto útil", en sociedades esencialmente viscerales y fragmentadas políticamente como lo es la española, otro concepto aflora una y otra vez en las campañas electorales, como las setas tras la lluvia,  cual es la idea de "el voto del miedo", que se formula como "vótanos a nosotros para parar a los corruptos (o a los machistas, o a los homófobos, o a los "comosellamenaquellosalosquenosoporto"), o "confía en nosotros para evitar que entren en el parlamento los enemigos de la democracia (independientemente de que se le aplique ese calificativo a los fascistas, los comunistas, los taurinos, los españolistas, los independentistas, los veganos, los cromañones, o los peritos agrícolas...)".

Y para rematar la faena solo falta añadir a este mejunje de manipulación tramposa a que nos tienen acostumbrados los grandes (y las más de las veces incumplidores) partidos mayoritarios una idea más, que es algo así como bálsamo de Fierabrás de su discurso, y es el arrogarse una supuesta superioridad moral que les permite presentar siempre como verdades absolutas lo que en realidad son solo sus opiniones o planteamientos, a la vez que descalifican cualquier cosa que diga el adversario simplemente por eso, porque lo ha dicho el adversario (que, como todo el mundo sabe, es taimado, tramposo y despreciable...). 

De esta manera, si, por ejemplo, a las dos de la tarde el contrincante político afirma que es de día, la turba propagandística del partido mayoritario lo negará agriamente, y tratará de convencernos a todos de que en realidad en ese momento es noche cerrada. O si el adversario político va y dice que el gasto es insostenible y que hay que ahorrar, la acorazada mediática de la gran formación acusará al que dijo tal cosa de robarle los caramelos a los niños y de querer desahuciar a viejecitas indefensas (que además seguro que también son lesbianas, inmigrantes, víctimas de trata, minoría religiosa, y si me apuran discapacitadas, subsaharianas y celíacas...).

Pero, reconozcámoslo, la responsabilidad de todo este cúmulo de engaños, trampas y patrañas en campaña electoral no es solo de los partidos mayoritarios, ni siquiera de los políticos que les representan. Porque en realidad la responsabilidad es también (quizá lo es sobre todo...) nuestra, de los ciudadanos, que una y otra vez nos dejamos embaucar y caemos en la trampa del miedo y del chantaje que nos tienden esos mercachifles de la cosa pública y sus altavoces mediáticos.

Y es que toda esta historia se acabará, o al menos empezará a resquebrajarse, el día en que decidamos dejar de votar por miedo, o a la contra, o de forma preventiva, y empecemos a hacerlo por convencimiento y con principios.

Como ciudadanos la soberanía nos pertenece a nosotros, a todos nosotros, y solamente a nosotros, pero con la condición de que no nos hagamos trampas al solitario al decidir quién queremos que nos gobierne, ni nos dejemos liar por tanto demagogo como anda suelto por ahí cuando vamos a votar.

Pero si a pesar de todo llega la campaña electoral, y va Pedro y nos convence de que viene el lobo (o quizá de que los enemigos nos están “contaminando nuestros preciosos fluidos corporales”...), la culpa probablemente será más nuestra que suya.