Y como cada vez que nos aproximamos al
inicio de una campaña electoral, quizá incluso en esta ocasión con mayor
virulencia debido tanto a lo ajustado de los resultados previstos a tenor de
las encuestas como a lo antagónicas e irreconciliables que parecen ser las
posiciones defendidas por unos y por otros, surge en el discurso de las
distintas formaciones políticas, sobre todo en el de las pretendidas opciones
mayoritarias, la apelación al voto útil como argumento para tratar de influir
en al ánimo de los votantes.
Y es que el concepto del voto útil surge
una y otra vez de manera recurrente cada vez que nos llaman a votar, en
especial en boca de aquellos que, curiosamente, en elecciones anteriores
obtuvieron buenos resultados pero luego, fuera por sentido de estado, por
cálculo político, por indisimulada demagogia o por simple cinismo, se
fueron dejando las promesas electorales por el camino, y se desembarazaron sin
el más mínimo rubor de aquellos compromisos que les hicieron ganar votos, o
quitárselos mas bien al rival, pero que a la hora de llevarlos a la práctica
les resultaban incómodos por caros, conflictivos, polémicos, o pura y
simplemente, por irrealizables.
Así, el partido mayoritario y a la vez
incumplidor esgrimirá en campaña electoral el voto útil como argumento para
evitar que votantes desencantados se vayan con otras fuerzas, las cuales, si
bien aparentemente minoritarias, parezcan más proclives a seguir defendiendo
sus postulados el día después de las elecciones. Y les oiremos pronunciar
frases del tipo "dividir el voto beneficia a nuestros verdaderos
adversarios", o "con nuestro sistema electoral solo el confiar en un
partido de gobierno como el nuestro garantiza que el voto de los ciudadanos no
se pierda".
Pero por si no fuera suficiente con este
trampantojo de "el voto útil", en sociedades esencialmente viscerales
y fragmentadas políticamente como lo es la española, otro concepto aflora una y
otra vez en las campañas electorales, como las setas tras la lluvia, cual
es la idea de "el voto del miedo", que se formula como "vótanos
a nosotros para parar a los corruptos (o a los machistas, o a los homófobos, o
a los "comosellamenaquellosalosquenosoporto"), o "confía en
nosotros para evitar que entren en el parlamento los enemigos de la democracia
(independientemente de que se le aplique ese calificativo a los fascistas, los
comunistas, los taurinos, los españolistas, los independentistas, los veganos,
los cromañones, o los peritos agrícolas...)".
Y para rematar la faena solo falta
añadir a este mejunje de manipulación tramposa a que nos tienen acostumbrados
los grandes (y las más de las veces incumplidores) partidos mayoritarios una
idea más, que es algo así como bálsamo de Fierabrás de su discurso, y es el
arrogarse una supuesta superioridad moral que les permite presentar siempre
como verdades absolutas lo que en realidad son solo sus opiniones o
planteamientos, a la vez que descalifican cualquier cosa que diga el adversario
simplemente por eso, porque lo ha dicho el adversario (que, como todo el mundo
sabe, es taimado, tramposo y despreciable...).
De esta manera, si, por ejemplo, a
las dos de la tarde el contrincante político afirma que es de día, la turba propagandística
del partido mayoritario lo negará agriamente, y tratará de convencernos a todos
de que en realidad en ese momento es noche cerrada. O si el adversario político
va y dice que el gasto es insostenible y que hay que ahorrar, la acorazada
mediática de la gran formación acusará al que dijo tal cosa de robarle los
caramelos a los niños y de querer desahuciar a viejecitas indefensas (que
además seguro que también son lesbianas, inmigrantes, víctimas de trata,
minoría religiosa, y si me apuran discapacitadas, subsaharianas y celíacas...).
Pero, reconozcámoslo, la responsabilidad
de todo este cúmulo de engaños, trampas y patrañas en campaña electoral no es
solo de los partidos mayoritarios, ni siquiera de los políticos que les
representan. Porque en realidad la responsabilidad es también (quizá lo es
sobre todo...) nuestra, de los ciudadanos, que una y otra vez nos dejamos
embaucar y caemos en la trampa del miedo y del chantaje que nos tienden esos
mercachifles de la cosa pública y sus altavoces mediáticos.
Y es que toda esta historia se acabará,
o al menos empezará a resquebrajarse, el día en que decidamos dejar de votar
por miedo, o a la contra, o de forma preventiva, y empecemos a hacerlo por
convencimiento y con principios.
Como ciudadanos la soberanía nos
pertenece a nosotros, a todos nosotros, y solamente a nosotros, pero con la
condición de que no nos hagamos trampas al solitario al decidir quién queremos
que nos gobierne, ni nos dejemos liar por tanto demagogo como anda suelto por
ahí cuando vamos a votar.
Pero si a pesar de todo llega la campaña
electoral, y va Pedro y nos convence de que viene el lobo (o quizá de que los
enemigos nos están “contaminando nuestros
preciosos fluidos corporales”...), la culpa probablemente será más nuestra
que suya.