
Y sin embargo, cuando ya pensábamos que tras la agotadora
sucesión de procesos electorales que ha asolado el país en los últimos meses (que
nos dejó a todos empachados con tanta demagogia, tanta palabrería y tanta
mentira en clave de marketing como se gastan esos políticos ramplones que de un
tiempo a esta parte tenemos que soportar los españoles…), por fin íbamos a poder
disfrutar del verano, y, de paso, volver a ocuparnos de las cosas realmente importantes
de la vida, como son la situación económica, la evolución del paro, el cambio
climático, las notas de fin de curso de los chicos, el último gol magistral del
delantero de nuestro equipo, la previsión del tiempo, o lo guapa que se ha
puesto la vecina del quinto, resulta que de nuevo un frente de bajas presiones de
naturaleza política se nos viene encima, centrado ahora en una cuestión tan
mundana como mezquina, como lo son los pactos postelectorales.
Y tanto nuestros políticos como los medios de
comunicación que les sirven de altavoz se han enzarzado en un debate bronco,
simplista y chabacano sobre quién se debe o no aliar con quién, sobre si este o
aquel partido tienen o no pedigrí democrático y constitucional suficiente para
ser considerados un socio aceptable, sobre cuál piensa cada líder político que
ha sido en realidad el mandato de los ciudadanos expresado en las urnas (¿acaso
tiene alguno hilo directo con Dios para preguntárselo, o es que resulta que nuestros
políticos hacen cursos de pitonisa por correspondencia y no nos lo habían
contado?), o sobre cuáles son los “intereses de Estado” a los que, según a qué
político le preguntes, sus adversarios deben someterse dócilmente, para lo cual
lo que deben hacer es regalarle precisamente a él sus votos y darle su apoyo a
cambio de nada (vamos, algo así como reconocer el origen divino de su
legitimidad política, pero en versión laica y del siglo XXI…).
Y ante este espectáculo bochornoso a uno se le
ocurren algunas reflexiones que, si fuera posible, deberíamos obligar a escribir
mil veces en la pizarra a cada uno de los líderes políticos (del tipo “No hablaré
en clase” o “No pegaré a los otros niños”) para que se dejaran de tonterías y
se centraran en lo realmente importante para todos nosotros.
En primer lugar, nuestros políticos deberían
entender que las elecciones no las hacemos para que ellos se puedan repartir
sillones y presupuestos, sino más bien para decidir qué políticas queremos los
ciudadanos que se pongan en práctica, cuáles queremos que sean las prioridades y
cómo queremos que se hagan las cosas. Y por ello los debates postelectorales de
cara a posibles alianzas deberían centrarse en programas y en propuestas de gobierno,
y no en qué cargos ocuparé o cuánto dinero me darás.
Y en segundo lugar los líderes de los partidos deberían
asumir también que los políticos, todos los políticos sin excepción, son lo que
son y obtienen su legitimidad y su representatividad gracias al voto de los
ciudadanos. Y los votos, como los propios ciudadanos que los emiten, son todos
y por principio igualmente respetables. Porque no hay votos de primera y de segunda,
ni votos aceptables y despreciables, ni votos morales e inmorales. Todos los
votos valen lo mismo, y los políticos solo son más o menos relevantes en
función del número de votos que han recibido. No hay superioridad moral que
valga, ni ideas aceptables o inaceptables, ni existe derecho consuetudinario
alguno a repartir títulos de respetabilidad o a levantar cordones sanitarios. Y
por ello todas las fuerzas políticas deben ser respetadas y valoradas en
función de los votos que han recibido, porque esa y no otra es la esencia de la
Democracia.
Así que, señores políticos, por favor déjense ya de
sectarismo, y de mezquindad, y de falsos escrúpulos de vestal ofendida, y pónganse
de una vez a hablar de programas, de propuestas y de medidas a poner en marcha,
y en base a eso construyan mediante la negociación y el compromiso las mayorías
que las urnas no han dado, pero que el país y las instituciones necesitan.
Si los políticos son capaces de construir esas
mayorías mediante acuerdos programáticos la ciudadanía lo entenderá y el país
lo agradecerá. Pero si sus pactos solo se basan en quién será ministro, en cómo
mantenerse en el poder a cualquier precio y en vetos cruzados y cordones sanitarios,
al final la cosa no funcionará y le irá mal al país y mal a todos nosotros.
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