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domingo, 22 de marzo de 2020

Coronavirus: crisis sanitaria y económica


Desde que en enero de 2020 empezáramos a tener noticias de una misteriosa enfermedad surgida en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en la República Popular China, el mundo se ha visto inmerso en la que probablemente es la mayor crisis sanitaria en tiempos de paz desde la pandemia de la gripe de 1918, que en tan solo un año mató a más de 20 millones de personas en todo el mundo hace ahora un siglo.

Al principio el problema parecía circunscrito a China, y desde este rincón del mundo llamado Europa lo observábamos con el distanciamiento y el aire de suficiencia que solemos dispensar a todo aquello que no afecta directamente a Occidente: “si el problema no nos impacta a nosotros los europeos, ni tampoco a nuestros primos los norteamericanos, entonces no habrá que hacerle demasiado caso…”, pensábamos por aquí. A lo sumo, nos tomamos la epidemia del coronavirus y su gestión por parte de Pekín como una excusa para criticar a la República Popular China y a su gobierno, al que en el fondo despreciamos y envidiamos a partes iguales, anclados como estamos en un casposo sentimiento de superioridad occidental frente al gigante asiático convertido en superpotencia emergente, que tan solo sirve para disimular nuestra incapacidad para asumir nuestra decadencia económica y política y nuestra irrelevancia diplomática y militar en el mundo globalizado de este inicio del siglo XXI.

Cuando llevábamos semanas mirando a los chinos continentales por encima del hombro la epidemia del coronavirus empezó a traspasar fronteras, y de la República Popular China pasó al sudeste asiático, al Extremo Oriente, a Taiwán, a Corea del Sur, a Japón, y a Singapur. Sin embargo, como entonces todavía las víctimas eran esencialmente asiáticas, seguimos sin preocuparnos mucho. Luego la enfermedad llegó a Irán, pero claro, esos son musulmanes chiitas y además pertenecen al Eje del Mal, así que ni caso. Como mucho empezamos a inquietarnos cuando tuvimos noticias de que había occidentales que habían resultado infectados mientras realizaban cruceros de placer por el Mar de la China, pero como esos seguro que eran anglosajones y encima ricos, porque se podían permitir andar de crucero mientras el españolito medio estaba trabajando en pleno invierno europeo, pues nada, que se fastidiaran.

Lo que pasa es que el coronavirus, por muy asiático que fuera en origen, no era estúpido, y le importaron un bledo las fronteras, las clases sociales, o cómo de rasgados tuvieran los ojos quienes contraían la enfermedad. Y en cuanto tuvo la oportunidad de viajar, probablemente en un avión fletado por algún buenista gobierno occidental con dinero público, y como huésped en el cuerpo de alguno de nuestros preciosos conciudadanos occidentales infectados por el virus a los que nuestras opiniones públicas europeas se empeñaron en repatriar a toda costa saltándonos a la torera la cuarentena establecida en Asia para millones de chinos, coreanos, taiwaneses y japoneses, el mal por fin llegó a Europa (probablemente primero a Milán, en el fondo qué más da…).

Y una vez que el virus ya estaba en Europa fue solo cuestión de tiempo que el egoísmo de los europeos, nuestra incapacidad para coordinarnos, nuestra carencia de las más elementales conciencia cívica y espíritu de sacrificio, unidos al cortoplacismo criminal de nuestros gobiernos, hicieran el resto para que la enfermedad se extendiera por todo el continente, y a partir de ahí se convirtiera en una pandemia global.

Luego ha ocurrido lo que casi siempre aquí en España, que nos hemos ido de un extremo al contrario, y hemos pasamos del desinterés y la irresponsabilidad al pánico y la sobreactuación, eso sí con el enfoque tremendista que como nación solemos adoptar ante todos los grandes problemas. Ya se sabe, “mucho ruido y pocas nueces…”

Y no es que minimice el problema o me parezca mal que ahora por fin se tomen medidas, que por supuesto que no es el caso: porque apoyo plenamente y sin fisuras el estado de alarma y el confinamiento de la población decretado por el gobierno (ya era hora de que el ejecutivo por fin hiciera algo para luchar contra la epidemia del coronavirus, y que cumpliera con su obligación y gobernara, en vez de hacer politiquería sectaria y, por ejemplo empujar a la gente a multitudinarias manifestaciones partidistas como las del 8-M aun a riesgo de que millones – sí, quizá millones…- de personas se pudieran infectar de coronavirus…).

Lo que pasa es que ahora nos hemos instalado en la urgencia, la solidaridad y la emotividad, pero no sé si le vamos a poner el mismo corazón y entusiasmo para resolver lo que vendrá después cuando acabe la pandemia del coronavirus, que si Dios no lo remedia será una crisis económica de consecuencias bíblicas.

Porque claro que salvar vidas es un deber social y colectivo; y reconocer su esfuerzo y su dedicación al personal sanitario y a todos los servidores públicos que están luchando para que esta pandemia se acabe es un imperativo moral; y agradecer su trabajo y su abnegación a los trabajadores de los supermercados, a los transportistas, y todos los demás colectivos que se están dejando la piel para que podamos superar esta crisis es de justicia. Pero si al final salimos de la pandemia al precio de matar la economía del país, millones de españoles perderán su trabajo, y no habrá actividad productiva ni ingresos vía impuestos con los que poder financiar la reconstrucción y recuperar lo que era nuestra vida y nuestra sociedad antes de que a principios de año oyéramos hablar por primera vez del coronavirus.

Y por ello creo que es injusto, y es miope, que nos instalemos exclusivamente en la urgencia, la solidaridad y la emotividad, pero sin pensar en lo que vendrá después. Como lo es también, incluso aun más, que algunos se permitan el lujo de criticar y de censurar a los que a pesar de la crisis del coronavirus se siguen levantando cada mañana, y van a su puesto de trabajo, y aunque no sirvan a la sociedad en la sanidad, el orden público, el transporte o la distribución de alimentos, tratan de cumplir con su deber y hacen todo lo que está en su mano para mantener viva la economía de este país, para que cuando termine la crisis sanitaria podamos seguir teniendo hospitales, y colegios, y carreteras, para que siga habiendo empleos y por tanto ciudadanos que paguen sus impuestos con los que seguir financiando el estado del bienestar.

¿O es que alguien se cree que la lluvia de millones de euros que nos va a hacer falta para arreglar todo esto, y de la que habla nuestro gobierno (todos los gobiernos en realidad…) como solución para paliar los efectos de esta crisis del coronavirus, si es que al final es dinero real y no otra más de las cortinas de humo y de las maniobras de marketing a la que los políticos nos tienen acostumbrados, va a caer del cielo (o de Bruselas, o de los bolsillos “los ricos”, que tanto da…)?

La vida nos ha deparado el tener que vivir una crisis sanitaria sin precedentes a nivel mundial, una pandemia de una gravedad tal que si hace unos meses nos la hubieran pronosticado casi todos lo habríamos tomado por una pesadilla o un mal guion cinematográfico para una película de catástrofes de serie B norteamericana. Ojalá no tengamos también que lamentar a continuación un terremoto económico de tal magnitud que convierta la crisis financiera de 2008 en un juego de niños comparado con lo que se nos puede venir encima en términos de parálisis económica, desempleo, desplome de los ingresos públicos, y destrucción del estado del bienestar, y por tanto de la sanidad, la educación y las pensiones de millones y millones de ciudadanos.




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