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miércoles, 31 de marzo de 2021

Solidaridad en tiempos de crisis


Cuando hay que repartir las penurias…


Tradicionalmente se atribuye a Napoleón Bonaparte (Ajaccio, Córcega, 1769 – Longwood, Isla de Santa Elena, 1821) la frase que dice: “La Victoria tiene cien padres, pero la Derrota es huérfana”. Y al respecto, aunque la autoría de esta sentencia no pueda ser probada de manera fehaciente, dados el talento estratégico y la pomposidad del pequeño Emperador (“pequeño” solo por lo bajito, se entiende…) resulta plenamente plausible que fuera él quien en realidad la pronunciara en el transcurso de su vida pública o de cualquiera de sus campañas militares.

Sin embargo, si el bueno de Napoleón hubiera sido ministro de economía en vez de militar y hubiera desarrollado su actividad profesional no hace doscientos años, sino en unos tiempos tan convulsos como los que nos ha tocado vivir a nosotros, posiblemente en lugar de la frase citada habría dicho algo así como “El Gasto Público tiene cien padres, pero los Recortes son huérfanos”.

Porque el conflicto al que se enfrentan hoy en día en materia económica los gobiernos de todo el mundo, y especialmente los de las sociedades democráticas en medio de la crisis económica generada por la pandemia del COVID 19, es mucho menos apasionante que el objetivo de la conquista de Europa al que se enfrentó Napoleón, y es tan poco atractivo desde el punto de imagen pública que casi ningún político profesional querría responsabilizarse de su gestión si pudiera evitarlo, ya que exige compatibilizar un incremento exponencial de las necesidades de gasto social, la caída abrupta de los ingresos fiscales, la presión de los votantes que con su visión egoísta y de corto plazo exigen soluciones a sus problemas pero no están dispuestos a aceptar pacíficamente los inevitables recortes que la situación requiere, y todo ello arrastrando la pesada herencia de la anterior crisis financiera de 2008 a 2014 que ya dejó a las arcas públicas aquejadas de un enorme déficit publico estructural y completamente sobreendeudadas. Y, no nos engañemos, a la generalidad de nuestros ramplones políticos les gusta más ganar elecciones haciendo chapuzas que perderlas por comportarse como verdaderos estadistas...

¿Quién paga la factura de los servicios públicos?


El problema de todo esto es que una cosa es especular a nivel teórico mientras se escribe una opinión, y otra muy distinta lidiar con las necesidades y demandas concretas de la gente común, que individualmente consideradas parecen tener todo el sentido del mundo, aunque quizá económicamente eso no esté tan claro, y que encima resultan simpáticas para el conjunto de la ciudadanía. Y para muestra un botón...

Recientemente en el telediario de mediodía de una cadena de televisión de ámbito nacional dan una noticia sobre un pequeño municipio de la España rural en el que el único lugar donde hay cobertura de móvil e internet es el cementerio, que dista casi 2 kilómetros del centro del pueblo, y explican que esta situación obliga a los vecinos a acudir diariamente al camposanto para poder usar sus teléfonos móviles y así, entre las tumbas de sus difuntos, poder consultar sus redes sociales, revisar sus mensajes de WhatsApp y leer sus correos electrónicos.

Al final de la información algunos vecinos del pueblo afectado se expresan escandalizados ante la cámara, quejándose de la inaceptable carencia de telefonía móvil y acceso a internet que sufren, denunciando que tienen derecho a unas comunicaciones electrónicas iguales a las del resto de los ciudadanos del país, y exigiendo enérgicamente a los poderes públicos una urgente solución a su problema.

Viendo la noticia uno humanamente entiende la queja de los vecinos del pequeño municipio, y hasta se solidariza con su demanda de unas comunicaciones electrónicas de calidad, pero también se plantea algunas dudas.

Porque ¿Quién debería resolverles su problema a estos habitantes de la España rural y asumir el coste de la solución? ¿Quién debería pagar la inversión en una red de comunicaciones electrónicas aceptable para un territorio despoblado y soportar el coste de un servicio que será siempre económicamente deficitario? ¿Lo deben asumir las Compañías privadas y, por tanto, sus accionistas? ¿Lo debe sufragar el Estado vía Gasto Público y, por tanto, el conjunto de los ciudadanos a escote a través de los impuestos que pagamos, aceptando entonces que se dejen de atender algunas de nuestras necesidades para así poder resolver el problema en materia de comunicaciones electrónicas de los pequeños núcleos rurales? ¿Preferimos Internet de calidad en los pueblos y estamos dispuestos a renunciar a más autovías, a más ambulatorios, o a más gasto en una escuela pública de calidad?

Dios nos coja confesados…


Mientras escribo estas líneas un medio de comunicación de ámbito nacional publica que en el ejercicio 2020 el déficit público de España superó los 100.000 millones de euros y se situó en el 10,97% del PIB.

Además, como en nuestro caso tradicionalmente la economía nacional no ha tenido capacidad para generar ahorro interno suficiente con el que financiar el exceso de gasto público, desde hace décadas tenemos que recurrir al endeudamiento externo para resolver nuestros desequilibrios presupuestarios, y esto ha terminado por suponer que a día de hoy el país, en realidad sus 47 millones de habitantes, debamos a acreedores extranjeros un total de 2.265 billones de euros, el 200% del PIB (para que se vea bien la cantidad, 2.265.000.000.000.000 €), que es más o menos la riqueza que tardaríamos 2 años en generar si ahorráramos el 100% de lo que ingresamos...

¿Cómo salimos entonces de ésta? ¿Y podemos conseguirlo con el perfil de los políticos actuales que nos gobiernan y con la opinión pública que los sustenta, tan inclinada a exigir ayudas públicas como poco dada a asumir los esfuerzos necesarios para financiarlas colectivamente?

Pues eso, que Dios nos coja confesados…



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