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martes, 26 de octubre de 2021

España y el ruido



“Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo -consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria -en las fondas- más silencio, blandura y confortación. ¿Oh, fonditas destartaladas, ruidosas, de mi vieja España!”

Del capítulo VENTAS, POSADAS Y FONDAS del libro CASTILLA publicado en 1912, recopilación de artículos de José Martinez Ruiz, Azorín (Monóvar, 8 de junio de 1873 – Madrid, 2 de marzo de 1967).


Una de las cosas que nos distingue, y para mal, a los españoles, es lo ruidosos que somos comparados con otros pueblos: aquí la gente grita en la calle, siempre, a todas horas, y sus gritos se mezclan con los pitidos de las bocinas de los coches y los acelerones de los motores; en los bares y restaurantes las conversaciones en voz alta, casi a gritos, se amalgaman hasta formar una ola sonora compacta que lo invade todo; en los transportes públicos la gente se considera con derecho a hablar por teléfono voceando, con un tono tal que pareciera querer hacer a todos los demás, sin excepción, partícipes de su verborrea; en los puestos de trabajo el sonido de las múltiples conversaciones se junta con los timbres de los teléfonos, la vibración de los aparatos de climatización, el golpeteo de las puertas y el taconeo de los pasos hasta producir una caótica sinfonía que acaba por imposibilitar cualquier ejercicio de concentración; y en las casas la televisión permanece encendida hasta la madrugada, casi siempre a todo volumen, y se alía con el traqueteo de las lavadoras y los lavavajillas funcionando a las horas más intempestivas, con las maquinarias de los ascensores, con las batidoras, o con los gritos de todo tipo (de juego, de discusión, y hasta de pasión…) de los vecinos que llegan desde las otras viviendas atravesando paredes generalmente poco y mal insonorizadas, para al final todos ellos terminar produciendo una suerte de estertor, de zumbido ronco y continuo que nunca cesa.

Y la cosa no acaba con el ruido físico, porque también está el metafórico, el de la incomunicación, el de la incapacidad para dialogar de forma civilizada e intercambiar opiniones, que es pecado y seña de identidad nacional: parejas que se lanzan a gritos sus dolores y desdichas como piedras en una lapidación; tertulianos y periodistas que en los medios de comunicación se creen que cuanto más griten y más se interrumpan los unos a los otros más contundentes serán sus argumentos y más razón tendrán; o políticos que hace tiempo que olvidaron que etimológicamente “parlamento” procede del verbo “parlar”, que quiere decir “hablar”, y que como sustantivo significa tanto la charla o el discurso en sí mismos como el lugar donde se producen, pero que para que la acción de “hablar” se complete y tenga sentido siempre hará falta que alguien diga algo (tanto mejor si es interesante y merece la pena ser escuchado…), pero también será imprescindible que haya otros que escuchen a ese que habla.

Porque España es el país del ruido, y por ello de la incomunicación, de la sordera voluntaria, de la agresión acústica, de la violencia verbal. Y mientras eso no cambie no habrá hay forma de construir aquí una sociedad en la que las personas nos respetemos las unas a las otras y podamos vivir con un mínimo de armonía y de paz interior, en vez de pasarnos el día ladrándonos los unos a los otros, apedreándonos con los sonidos y las palabras…


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