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martes, 1 de julio de 2014

El peligro de lo políticamente correcto

 
En este siglo XXI, el Mundo Occidental, que en los últimos cincuenta años se había convertido en el paradigma de sociedad avanzada, tolerante y democrática, está viendo cómo crece en su seno de forma paulatina y callada, pero a la vez inexorable, un fenómeno que puede dar al traste con nuestras conquistas en materia de libertad de pensamiento y de expresión: la imposición de lo políticamente correcto como un valor absoluto e indiscutible.
 
Así, nos encontramos hoy en día con que en nuestra sociedad triunfan un variopinto abanico de ideas, conceptos y puntos de vista, las más de las veces encomiables, que originalmente surgieron como banderas alzadas por colectivos de todo tipo en defensa de sus creencias o sus intereses, pero que con el paso del tiempo se han transformado en verdaderos mantras impuestos coercitivamente de manera plana y sin matices a la sociedad en su conjunto, que deben ser asumidos de forma íntegra, completa, sin fisuras ni vacilación alguna por todos y cada uno de los ciudadanos, aun en su versión maximalista, so pena de verse señalados con el dedo, criticados, e incluso estigmatizados por la sociedad, cuando no perseguidos jurídicamente.
 
Quizá esta preocupación pueda parecer a priori excesiva y carente de fundamento, pero cuando uno se para a pensar en casos prácticos es posible que las cosas se vean de otra manera.
 
Así, por ejemplo, cuando pensamos en la violencia sexista, lo natural en nuestra sociedad es considerarla una conducta despreciable. Sin embargo, con la coartada de combatir esa violencia sexista, nuestra legislación discrimina a las víctimas de agresiones en el ámbito doméstico en función del sexo, y considera especialmente grave la violencia ejercida contra la mujer en detrimento de otras. Pero entonces surge el problema: ¿Qué pasa si el agredido es un hombre? ¿Y si la agresora es una mujer? ¿O si la persona agresora y la agredida son del mismo sexo? Sin embargo, cuando alguien se atreve a plantear dudas sobre la legislación contra la violencia de género existente en España, lo más normal es que sea tachado de machista (incluso aunque sea mujer…), retrógrado, y quién sabe qué más cosas.
 
Consideremos ahora la libertad de conciencia de los ciudadanos. En las sociedades contemporáneas se considera un bien absoluto la libertad de conciencia y, vinculada a ello, la separación entre la Religión y el Estado, que debe ser escrupulosamente neutral ante el hecho religioso. Ahora bien, en base a este principio se presupone como correcto el derecho del ciudadano a, por ejemplo, rechazar la presencia de los símbolos religiosos en el ámbito público si no concuerdan con su conciencia, pero a la vez se le niega a ese mismo ciudadano su derecho a expresar su religiosidad en público si así lo desea, o si su conciencia y su propio sentimiento religioso se lo exigen. De esta manera, por ejemplo, en muchas de nuestras ciudades y pueblos no se permite a las comunidades musulmanas construir mezquitas (o en países como Suiza se prohíben los minaretes) en cuanto algún vecino rechaza esta posibilidad y protesta porque se siente ofendido, pero a la vez se niega a los musulmanes el derecho a construir una mezquita en la que rezar según sus creencias. Y, claro está, quien no esté de acuerdo con esto verá como le acusan de estar en contra de la libertad o, peor aún, de pretender imponer sus ideas.
 
O pensemos, en fin, en las ideologías políticas. Como norma general nuestras legislaciones reconocen el derecho de los ciudadanos a defender sus ideas y organizarse en partidos políticos libremente, siempre y cuando los mismos cumplan la legalidad vigente. Así, en un país como el nuestro existen multitud de partidos políticos, y el Ordenamiento solo los clasifica en dos categorías: legales, porque cumplen la Ley, o ilegales, porque no la cumplen. Sin embargo, por encima de las exigencias de la Norma, la sociedad parece haber establecido un filtro adicional, tan difuso como excluyente, de qué ideologías se deben aceptar y cuáles no, y, en consecuencia, a la hora de valorar la actividad de las organizaciones políticas reconoce a unos lo que niega a otros, independientemente de que estén o no dentro de la Ley. A modo de ejemplo, pensemos en una concentración en cualquiera de nuestras ciudades convocada por un partido fascista, o por uno anarquista radical. Ante una circunstancia como esta siempre habrá quien ponga en solfa el asunto y se escandalice de que gente de ideas tan radicales ocupe la calle o coree estos o aquellos eslóganes, cuando las únicas cuestiones a plantearse (repito, las únicas) deberían ser dos: primero, si esa formación política es legal, y, segundo, si la concentración se ha convocado cumpliendo los requisitos legales. Aun así, ante un supuesto como este es más que probable que los medios de comunicación pidan que el acto se prohíba, y que determinados ciudadanos aireen fantasmas del pasado para manifestar su rechazo porque tales cosas sean toleradas… como si hubiera que pedir permiso para que cada cual pueda defender sus ideas en Democracia, cualquier idea, siempre que lo haga dentro de la Ley, claro está.
 
Sería, en fin, bueno que en este arranque del siglo XXI los ciudadanos de las sociedades avanzadas recordáramos que el único límite a la libertad es el cumplimiento de la Ley, y que nadie es quien para considerar a priori que un individuo tiene más derecho que otro a defender unas u otras  ideas.
 
Porque si no tenemos claro esto, si olvidamos que la libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia son la base de la Democracia, y la garantía que tenemos los ciudadanos de que nadie nos pueda imponer sus creencias y sus valores, estaremos abriendo la caja de pandora y dándole argumentos a aquellos que se consideran con derecho a salvarnos, tanto si nos gusta como si no, y que se permiten el lujo de protegernos de los peligros que solo ellos se consideran capacitados para valorar.
 
Pero yo no quiero que nadie me salve, y me conformo con poder pensar lo que me parezca y defender aquello en lo que creo. Ya es bastante complicada la existencia como para, encima, tener que ir por la vida cargando con tutores, padrinos, o censores.

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