En este siglo XXI, el Mundo Occidental, que
en los últimos cincuenta años se había convertido en el paradigma de sociedad
avanzada, tolerante y democrática, está viendo cómo crece en su seno de forma
paulatina y callada, pero a la vez inexorable, un fenómeno que puede dar al
traste con nuestras conquistas en materia de libertad de pensamiento y de
expresión: la imposición de lo políticamente correcto como un valor absoluto e indiscutible.
Así, nos encontramos hoy en día con que en nuestra sociedad
triunfan un variopinto abanico de ideas, conceptos y puntos de vista, las más
de las veces encomiables, que originalmente surgieron como banderas alzadas por
colectivos de todo tipo en defensa de sus creencias o sus intereses, pero que
con el paso del tiempo se han transformado en verdaderos mantras impuestos
coercitivamente de manera plana y sin matices a la sociedad en su conjunto, que
deben ser asumidos de forma íntegra, completa, sin fisuras ni vacilación alguna
por todos y cada uno de los ciudadanos, aun en su versión maximalista, so pena
de verse señalados con el dedo, criticados, e incluso estigmatizados por la
sociedad, cuando no perseguidos jurídicamente.
Quizá esta preocupación pueda parecer a priori
excesiva y carente de fundamento, pero cuando uno se para a pensar en casos
prácticos es posible que las cosas se vean de otra manera.
Así, por ejemplo, cuando pensamos en la violencia sexista,
lo natural en nuestra sociedad es considerarla una conducta despreciable. Sin
embargo, con la coartada de combatir esa violencia sexista, nuestra legislación
discrimina a las víctimas de agresiones en el ámbito doméstico en función del
sexo, y considera especialmente grave la violencia ejercida contra la mujer en detrimento
de otras. Pero entonces surge el problema: ¿Qué pasa si el agredido es un
hombre? ¿Y si la agresora es una mujer? ¿O si la persona agresora y la agredida
son del mismo sexo? Sin embargo, cuando alguien se atreve a plantear dudas
sobre la legislación contra la violencia de género existente en España, lo más
normal es que sea tachado de machista (incluso aunque sea mujer…), retrógrado,
y quién sabe qué más cosas.
Consideremos ahora la libertad de conciencia de los
ciudadanos. En las sociedades contemporáneas se considera un bien absoluto la
libertad de conciencia y, vinculada a ello, la separación entre la Religión y
el Estado, que debe ser escrupulosamente neutral ante el hecho religioso. Ahora
bien, en base a este principio se presupone como correcto el derecho del
ciudadano a, por ejemplo, rechazar la presencia de los símbolos religiosos en
el ámbito público si no concuerdan con su conciencia, pero a la vez se le
niega a ese mismo ciudadano su derecho a expresar su religiosidad en público si
así lo desea, o si su conciencia y su propio sentimiento religioso se lo
exigen. De esta manera, por ejemplo, en muchas de nuestras ciudades y pueblos no
se permite a las comunidades musulmanas construir mezquitas (o en países como
Suiza se prohíben los minaretes) en cuanto algún vecino rechaza esta
posibilidad y protesta porque se siente ofendido, pero a la vez se niega a los
musulmanes el derecho a construir una mezquita en la que rezar según sus
creencias. Y, claro está, quien no esté de acuerdo
con esto verá como le acusan de estar en contra de la libertad o, peor aún, de pretender
imponer sus ideas.
O pensemos, en fin, en las ideologías políticas.
Como norma general nuestras legislaciones reconocen el derecho de los
ciudadanos a defender sus ideas y organizarse en partidos políticos libremente,
siempre y cuando los mismos cumplan la legalidad vigente. Así, en un país como
el nuestro existen multitud de partidos políticos, y el Ordenamiento solo los clasifica en dos categorías: legales,
porque cumplen la Ley, o ilegales, porque no la cumplen. Sin embargo, por
encima de las exigencias de la Norma, la sociedad parece haber establecido un
filtro adicional, tan difuso como excluyente, de qué ideologías se deben
aceptar y cuáles no, y, en consecuencia, a la hora de valorar la actividad de
las organizaciones políticas reconoce a unos lo que niega a otros,
independientemente de que estén o no dentro de la Ley. A modo de ejemplo,
pensemos en una concentración en cualquiera de nuestras ciudades convocada por
un partido fascista, o por uno anarquista radical. Ante una circunstancia como
esta siempre habrá quien ponga en solfa el asunto y se escandalice de que
gente de ideas tan radicales ocupe la calle o coree estos o aquellos eslóganes,
cuando las únicas cuestiones a plantearse (repito, las únicas) deberían ser dos:
primero, si esa formación política es legal, y, segundo, si la concentración se
ha convocado cumpliendo los requisitos legales. Aun así, ante un supuesto como
este es más que probable que los medios de comunicación pidan que el acto se
prohíba, y que determinados ciudadanos aireen fantasmas del pasado para
manifestar su rechazo porque tales cosas sean toleradas… como si hubiera que
pedir permiso para que cada cual pueda defender sus ideas en Democracia,
cualquier idea, siempre que lo haga dentro de la Ley, claro está.
Sería, en fin, bueno que en este arranque del siglo
XXI los ciudadanos de las sociedades avanzadas recordáramos que el único límite
a la libertad es el cumplimiento de la Ley, y que nadie es quien para
considerar a priori que un individuo tiene más derecho que otro a defender unas
u otras ideas.
Porque si no tenemos claro esto, si olvidamos que
la libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia son la base de la
Democracia, y la garantía que tenemos los ciudadanos de que nadie nos pueda imponer
sus creencias y sus valores, estaremos abriendo la caja de pandora y dándole
argumentos a aquellos que se consideran con derecho a salvarnos, tanto si nos
gusta como si no, y que se permiten el lujo de protegernos de los peligros que
solo ellos se consideran capacitados para valorar.
Pero yo no quiero que nadie me salve, y me conformo
con poder pensar lo que me parezca y defender aquello en lo que creo. Ya es bastante
complicada la existencia como para, encima, tener que ir por la vida cargando con
tutores, padrinos, o censores.
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