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martes, 14 de agosto de 2018

El síndrome de Pinocho



   Salvo honrosas excepciones, la mayoría de las personas nos pasamos el día comparando nuestra vida con la de los demás, y es este un ejercicio en el que casi siempre nos llevamos la peor parte, porque las más de las veces nos convencemos a nosotros mismos de que la de los otros es una vida interesante, divertida, apasionante y placentera, mientras que la nuestra es anodina, incompleta y frustrante. Lo curioso del asunto es que si le hiciéramos a los demás esta misma pregunta es probable que obtuviéramos una respuesta parecida, y de esta forma descubriríamos que ellos también piensan que su vida es anodina, incompleta y frustrante, en contraposición con la nuestra, que imaginan interesante, divertida, apasionante y placentera. Por ello, al final la madurez consiste esencialmente en asumir que nada ni nadie es perfecto, y que las cosas hay que encajarlas como vienen.

Sin embargo, más allá de esta apreciación general, de vez en cuando nos encontramos con gente que lo tiene más complicado. Son aquellos a los que les ha tocado vivir una existencia tan dolorosa, tan gris y tan decepcionante que para sobrellevarla no encuentran otra solución que inventarse una existencia paralela, llena de emociones y de éxitos, en la que siempre son los protagonistas de historias maravillosas que en realidad nunca ocurrieron. Se les reconoce fácilmente porque cuando cuentan las cosas siempre se atribuyen a sí mismos el rol protagonista, y pretenden además convencernos a todos de que su papel es indefectiblemente crucial y determinante para todo lo bueno, brillante o hermoso que ocurre. Y tanto es así que al final parecen tener una pasmosa capacidad para ser, a la vez, el niño en el bautizo, el novio en la boda, y hasta el muerto en el entierro.

De esta manera esas personas van pasando los años haciéndose trampas al solitario, conviviendo con sus miedos, su frustración y su tristeza, refugiándose en su mundo inventado. Hasta que en ocasiones llega el día en el que, casi sin darse cuenta, la vida soñada que nunca tuvieron devora a la realidad en su cerebro, y entonces pierden pie y se desconectan y, como los niños perdidos del cuento que olvidaron el camino a casa, ya nunca más son capaces de regresar a la realidad. Pobre gente que entró en el laberinto para escapar del dolor y ya nunca pudo encontrar el camino de vuelta…

Estos individuos sufren de Mitomanía, también llamada Síndrome de Pinocho, y son lo que en términos coloquiales se denomina mentirosos compulsivos: personas que generalmente tienen una autoestima muy baja, que no se aceptan como son, y que por ello deciden crearse una construcción mental idealizada. En última instancia se sienten insatisfechos, necesitan sentir admiración y amor, y como no se creen capaces de conseguirlo en base a lo realmente son, optan por inventarse otra realidad para así tratar de satisfacer su deseo constante de llamar la atención y su necesidad de ser queridos.

Habrá quien piense que estas personas son cobardes que no hacen frente a los problemas, o que son inmaduros pretenden engañarse a sí mismos y todos los que estamos a su alrededor. Muchas veces hacen sufrir a los demás con sus mentiras y nos amargan existencia. Y, sin embargo, con los años a mí me suelen despertar un sentimiento que es sobre todo de conmiseración, porque en el fondo los percibo como almas desvalidas y frágiles, para las que la huida ha terminado siendo la única alternativa posible a la desesperación.

Cuando era más joven me creía con derecho a juzgar a los demás, y pensaba que podía repartir a diestro y siniestro absoluciones y condenas. Pero ahora que ha pasado el tiempo, las cicatrices han moldeado el espíritu y las canas en la barba me recuerdan frente al espejo que ya no soy ningún niño, lo que me queda es un sentimiento de indulgencia cada vez más intenso cuando miro a los ojos a uno de estos pobres niños eternamente perdidos y atrapados en su propia red de mentiras.