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martes, 21 de junio de 2016

Política y nutrición: ¿acelgas o chocolate?


   Casi todos los que alguna vez han tratado con niños estarán de acuerdo en lo difícil que es conseguir que los críos se alimenten de manera correcta, y en lo que cuesta convencerlos de que de ninguna manera se pueden pasar todo el día a base de chocolate, caramelos y patatas fritas, sino que, por el contrario, necesariamente tienen que comer verdura, pescado y fruta, para así poder crecer sanos.

Pero por muy difícil que sea convencer a los niños de que tienen que comer acelgas y no chocolate, o merluza y no algodón de azúcar, sería completamente irresponsable que los adultos, para ahorrarnos el mal trago de discutir con los críos, para eludir tener que imponerles la dieta que en realidad sabemos a ciencia cierta que les conviene, transigiéramos en que comieran lo que les diera la gana, y menos aún que les prometiéramos que eso no tendría consecuencias negativas para ellos, o que les aseguráramos que no les acabaría convirtiendo en víctimas propiciatorias del dentista y el endocrino.

Y por eso, porque los queremos, porque nos preocupamos de ellos, porque nuestra obligación es cuidarlos, los adultos nos pasamos el día bregando con los niños para que coman bien, aunque eso les suponga a ellos más de un berrinche y a nosotros más de un disgusto.

Algunos dirán que de esa manera estamos frustrando a los niños, que perpetuamos modelos educativos autoritarios, y que no respetamos su libertad. Sin embargo, de lo que en realidad va el asunto no es de psicología, de ética o de derechos humanos, sino de nutrición, de que coman lo que deben, y la solución a este problema no es votar democráticamente en cada casa y en cada colegio el menú del día siguiente, ni que los adultos nos dejemos chantajear por pataletas y lloros infantiles, ni que nos sometamos a la tiranía de los hijos cuando nos dicen que somos unos padres horribles y que no nos quieren nada porque no les dejamos comer bombones. No. Al final de lo que se trata es de que los niños se coman las puñeteras acelgas, y las espinacas, y el puré de lentejas…

Y lo escrito hasta ahora respecto de los niños y la comida se puede perfectamente aplicar a otros ámbitos de la vida cuando de lo que se trata es de confrontar las decisiones correctas para el bien de todos con aquellas otras que son completamente erróneas pero que, sin embargo, como resultan placenteras, a la gente le gustaría que funcionaran, porque son más cómodas, más autocomplacientes y, desde luego, menos exigentes.

Pero como de un tiempo a esta parte en la sociedad en que vivimos se ha instalado un peculiar sistema de valores que sacraliza conceptos tales como la autorrealización, la libertad, el consenso, la igualdad, o la democracia, no ya como palancas para construir una sociedad mejor que permita a cada cual tratar de buscar la felicidad, sino más bien como ídolos o tótems que de manera inexorable han de regir nuestra existencia, pues ahora resulta que todo lo que huela a realismo, a límites, a claridad, a objetividad, tiende a rechazarse, a atacarse, a dejarse a un lado, porque no estamos dispuestos a pagar el precio de que alguien se nos pueda frustrar, o pueda considerarse discriminado, o llegue a sentir que se le reprime y que se limita su libertad… simplemente porque no consigue lo que quiere.

Sin embargo, lo dicho hasta ahora no pasaría de ser una mera ocurrencia del que escribe si no fuera porque una de las cosas que influyen de manera más directa en nuestra vida, me refiero a la política, también se ha impregnado de este peculiar sistema de valores. Y por eso los políticos se pasan el día diciéndole a la gente que, no importa cuán graves sean las dificultades, siempre existen atajos para resolver todos y cada uno de sus problemas, y que esos atajos son un camino pavimentado de dulces y chucherías que ellos, la buena gente, debería poder transitar de forma placentera si no fuera porque, ¡ay!, unos señores muy pero que muy malos, y muy pero que muy corruptos, y muy pero que muy ricos, le han quitado a la buena gente lo que por Ley Natural (ya no se estila decir que por Ley Divina…) le correspondería: el trabajo bien remunerado para toda la vida, las pensiones generosas, el progreso social sin esfuerzo, la protección social ilimitada, la vivienda garantizada, las vacaciones pagadas, y sobre todo, la ausencia total de responsabilidad ante cualquier cosa que ahora o en el futuro pudiera ir mal en su vida, que, sin ningún género de dudas, sería siempre culpa de los malos muy malos, pero jamás de la buena gente.

A algunos les molestará lo que estoy escribiendo, y se me acusará (probablemente con razón…) de ser parcial en mis argumentos. Lo que pasa es que la realidad de la política en los países de nuestro entorno durante los últimos años sustenta mi razonamiento.

En 2008 el mundo occidental se sumió en una crisis financiera sin precedentes, que se llevó por delante la prosperidad y el bienestar social, y, lo que es peor, la sensación de seguridad en el futuro fruto de décadas de crecimiento económico.

A partir de ahí, si bien la crisis fue igual para todos, a algunos países sus gobernantes les explicaron sin tapujos la verdadera situación en la que estaban, lo grave que era la enfermedad económica y social que les aquejaba, de dónde venía el problema, y cuál era la medicina para curarse. Y en esos países se adoptaron medidas, se recortaron excesos, se olvidaron falsos paradigmas de otros tiempos que ya no volverán (trabajo vitalicio, estado del bienestar ilimitado, posición social por el mero hecho de tener un título universitario, etc. etc. etc…). En definitiva, en esos países, en términos figurados, los políticos les dijeron a los ciudadanos que había que olvidarse de caramelos y chocolatinas políticas y sociales, y que tenían que comerse la verdura y el puré. Pero además los ciudadanos fueron maduros y responsables, asimilaron que nada es gratis, y pusieron de su parte para arreglar las cosas. Y a día de hoy en esos países las cosas se han arreglado, el déficit público se ha corregido, el desempleo está bajo control, y el poder adquisitivo de la gente le permite a la mayoría llevar una vida digna si pone de su parte y se esfuerza. Y por eso países como Alemania, Irlanda, Holanda o Austria vuelven a tener un equilibrio y un bienestar social como el de otros tiempos.

Sin embargo, en otros países los políticos llevan desde 2008 diciéndole a sus ciudadanos que la crisis vino de fuera, que ellos solo son las víctimas, que otros les han robado lo que en justicia es suyo, que tienen legítimo derecho a trabajar en lo que quieran -o simplemente a no trabajar-, y a recibir del estado protector todo lo necesario para su confort, y que los responsables de su desgracia son una confusa amalgama de ricos corruptos y explotadores. Vamos, que pueden perfectamente alimentarse exclusivamente de caramelos y chocolate, y si lo hacen serán felices, y la factura del festín la pagarán otros, y no engordarán un gramo ni les saldrán caries, y si todo esto no ocurre todavía es por culpa de los ricos, los dentistas y los endocrinos, que encima son unos corruptos y se roban a puñados los caramelos que en justicia son de la gente… Y lo peor es que millones de personas han comprado esta versión de la realidad y han arrastrado a sus sociedades a una crisis que no parece tener fin, con déficits públicos galopantes, niveles de desempleo desbocados, y una generación de jóvenes que se ha envuelto en la bandera de la rabia nihilista, el rencor sectario, y el rechazo de todo aquello que ha hecho posible su propio desarrollo y su educación. Y por eso países como Grecia, Portugal, o España siguen como siguen tras casi una década de crisis.

Las sociedades, como los niños, crecen si tienen hábitos correctos, si hacen lo que deben, y si se comen la verdura y el puré y si no abusan de las chocolatinas.

Desconfiemos de los adultos y de los políticos que solo dicen lo que los niños y los ciudadanos quieren oír, pero no lo que deben entender y poner en práctica. El precio por no hacerlo sería seguir como hasta ahora durante décadas, y en vez de aproximarnos los niveles de bienestar del norte y centro de Europa, acabar convirtiéndonos en la Argentina del Viejo Continente.

A nosotros nos toca decidir… ¿acelgas y puré, o chocolatinas sociales a discreción?


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