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1977: el PCE cuelga en su sede central en Madrid la bandera rojigualda |
De esta manera Pedro Sánchez, el bombero pirómano que
ejerce hoy de presidente del gobierno en funciones, habrá conseguido, gracias a
su oportunismo político y su falta de escrúpulos, culminar con éxito un proceso
de años, iniciado por su antecesor en el PSOE José Luis Rodríguez Zapatero,
destinado a la instrumentalización de la ignorancia de generaciones de
españoles con respecto a lo que en realidad fueron la II República, la Guerra
Civil y el régimen franquista, y ello con el objetivo último de dotar a la
Izquierda española de una supuesta superioridad moral que en realidad nunca
tuvo, para así justificar su pretensión de patrimonializar el poder de forma
permanente en España.
Porque lo de sacar de su tumba el ataúd con los restos de
un señor con muchas más sombras que luces en su biografía pero que murió allá
por 1975, y por tanto lleva allí más de cuatro décadas, no es tanto un problema
en sí mismo (en principio podría verse como un mero acto de venganza mezquina y
pueril), sino sobre todo un símbolo de los nuevos tiempos que llegan.
Y que alguien como yo, nieto de republicano y marxista en
la juventud, no solo haya evolucionado políticamente (algo normal cuando ya se
han cumplido los 50, y además legítimo si las ideas de uno cambian, faltaría
más...), sino que además tenga tal mosqueo por la deformación de la realidad a
la que nos someten los políticos cuando hablan de estos temas que de un
tiempo a esta parte haya optado, casi como recurso al pataleo, por hablar de
"el Caudillo" y "el Generalísimo" cuando antes siempre
decía "el Dictador" o "Franco" a secas, es posiblemente la
mejor demostración de hasta qué punto toda esta mascarada de manipulación
ideológica termina por sacarle a uno de sus casillas de puro hartazgo.
Y lo peor del asunto no es la parte emocional de la
cuestión, sino sobre todo sus consecuencias políticas.
Porque si por algo se caracterizaron el post-franquismo y
la Transición en política fue por ser un periodo de negociación, de pacto, de
renuncia mutua entre antagonistas, y ello porque todos llegaron a la conclusión
de que era la única forma de alcanzar un consenso en aras de objetivos
superiores: la concordia, el desarrollo de una nueva etapa política inclusiva,
y el logro en definitiva de un futuro mejor para todos.
Y por ello, y para ello, los unos y los otros tuvieron que
tragarse unos cuantos sapos, y renunciar a sus objetivos máximos, y aceptar
cosas que en principio les parecían inasumibles, para a cambio generar un marco
de convivencia inclusivo en el que en última instancia cupiéramos todos.
Pero cuando la Izquierda española descubrió al final del siglo
pasado que su control de las instituciones no era para siempre, y que, por el
contrario, de vez en cuando podía perder elecciones y ser desalojada del poder,
se dijo a sí misma "esto a mí no me vuelve a pasar". Y entonces tomó
la decisión estratégica de poner en marcha un ejercicio consciente y
planificado de destrucción del consenso de la Transición, aun a costa del daño
colateral que suponía reventar el entendimiento entre españoles, para de ese
modo imponer un relato falso y maniqueo, que mostraría una II República idílica
que en realidad nunca fue, en contraposición con un franquismo identificado con
el mal absoluto y sin matices, con una cárcel gigantesca y un horror social sin
paliativos, a pesar de que en la realidad tampoco fue tal. Y el objetivo de la
jugada no era otro que hacer incurrir a la Derecha en una especie de pecado
original de falta de legitimidad democrática, para sí poder justificar la
existencia de un supuesto plus de superioridad moral de la Izquierda que daría
carta de naturaleza a su pretensión de perpetuarse en el poder. Vamos, que la
Izquierda quería ser algo así como el PRI mexicano de la segunda mitad del
siglo XX en versión española. O dicho de otro modo, convertir la admirada “Transición” en el despreciable “Régimen del 78”.
Y con este objetivo la Izquierda ha hecho durante años todo lo posible
para que los consensos de la Transición ya no fueran tales, y al final ha
conseguido que acabaran por tener la consideración de algo viejuno, antiguo y
pasado de moda, cuando no simplemente embarazoso y vergonzante. Y de esta manera
ha logrado que se transformaran en algo reversible y modificable cuando en
cualquier momento una puntual coyuntura electoral así lo permitiera.
Pero lo que la Izquierda no valoró suficientemente es que esta
relativización de los consensos de la Transición suponía también hacer
contingentes los cambios sociales y políticos que sus antagonistas aceptaron
precisamente debido al compromiso de concordia que emanaba de la propia Transición.
Y por todo ello, la misma reversibilidad que la Izquierda ha decidido
aplicar a lo que en principio se consideró fruto de un consenso permanente, la
misma posibilidad de ser alterado, afecta a partir de ahora todo aquello que la
Izquierda ha ido imponiendo en estos años en la agenda política: el Estado de
las Autonomías; o las sucesivas leyes de ingeniería social para hacer cambiar
los valores de nuestra convivencia (legislación sobre violencia de género,
matrimonio homosexual, aborto, adopción por parte de gays y lesbianas,
gestación en vientres de alquiler, etc.); o el arrinconamiento del español como
lengua de todos; o el falseamiento de 500 años de historia en común para
justificar localismos disgregadores aquí y allá; o hasta el cambio del escudo
en la bandera y la ausencia de letra oficial en el himno nacional.
Y es que todo en política a partir de ahora se podrá legítimamente
cambiar en cuanto se cuente con la mitad más uno de los diputados del
parlamento, sin sentirnos constreñidos ya por el corsé del pacto de la
Transición. Absolutamente todo se podrá cambiar…
Pero la responsabilidad de este nuevo escenario no recae solo ni
exclusivamente en la Izquierda y su sectarismo, sino también en los pusilánimes
que en estos años se han ido absteniendo por tibieza o por mala conciencia cada
vez que estas cosas se debatían en la sociedad o, peor aún, en los que han
votado a favor de todos estos cambios no por convicción (la Izquierda radical
al menos tiene ese punto de honestidad en estas cosas...) sino por mero
tacticismo electoral.
A partir de aquí es posible que estemos asistiendo al comienzo de una
nueva época en la política española, en la que radicalidad y la intransigencia,
pero también la honestidad y la coherencia, reemplacen al pacto y a la
concordia, pero también terminen con el chalaneo y las componendas de los
últimos 40 años.
Ahora bien, mientras tanto me temo que la Izquierda se va a quedar
temporalmente sin objetivos de marketing político una vez que se complete la
exhumación y traslado de los restos de Franco, al menos hasta que se les ocurra
otro señuelo con el que tener distraído una temporada al personal.
Aunque bien mirado, cualquiera sabe, igual ahora cogen carrerilla y
tratan de hacernos creer que los historiadores nos han tenido engañados todo
este tiempo, y que en realidad el 1 de abril de 1939 Franco perdió la Guerra
Civil y quien la ganó fue Negrín; o que el Dictador no murió en la cama el 20
de noviembre de 1975, sino que fue ajusticiado por un comando de maquis
jubilados que asaltaron el Palacio de El Pardo.
Ya se sabe, la imaginación y la creatividad todo lo pueden…
Sin palabras...
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